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Opinión
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“Tengo que pedirles perdón a mis electores, por haberme puesto a recibir dinero en efectivo. Aunque eso no es delito, debí ser prudente y no lo fui”.
Estas palabras las dijo recientemente el excandidato a la Presidencia de Colombia, Gustavo Petro, y deben ser analizadas en otros puntos del continente como una llamado a reflexionar sobre la importancia de la ética en las actuaciones de muchos de quienes ostentan el poder. No hay que creer en los cantos de sirena que se escuchan como promesas y terminan mal. Esto porque las realidades que traen no necesariamente son las mejores. En el caso de Petro lo grave es que él y sus gregarios hablaron de “la decencia” como un norte, esto para alcanzar votos. El denominador común: la promesa del cambio.
Y hablando de ese tipo de promesas eso fue lo que se escuchó en el discurso de posesión del nuevo presidente de México, Andrés López Obrador.
Prometió tanto que queda en la reflexión si un hombre es capaz de cumplir tanta y tanta buena intención en esta vida con los años que le quedan.
Y fue este discurso el que hizo acordar una de las primeras medidas que tomó el extinto Hugo. Prometió vender los aviones presidenciales para que los funcionarios de ese país no se aprovecharan de los públicos. Algo exacto a lo dicho por López Obrador. ¿Hasta dónde llevaron esa y otras tantas y tantas promesas a Venezuela? Sobra la respuesta. En suma: menos promesas, más realidades.
FRASE: “La mujer del rey no solo debe ser virtuosa, sino también aparentarlo”.