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La Entrada de la 8, ¡la ‘Disneylandia’ del comercio!
En ese sector de Guayaquil se percibe el olor a mariscos, frituras, tripa mishqui y más platillos. Hay todo tipo de negocios.
Es ajetreada al extremo. Sus veredas acogen tantos negocios que caminar por ellas es como hacerlo en medio de la procesión del Cristo del Consuelo, apretadito, aguantando pisotones. Con esa intensidad comercial que tiene sus propios aromas, la avenida Casuarina, conocida como la Entrada de la 8, al noroeste de Guayaquil, envuelve a quienes la recorren desde 2013 cuando fue inaugurada.
Nace en su intersección con la vía Perimetral por medio de dos curvas que desde arriba le dan un aspecto de embudo invertido. Hay un mayor número de vendedores del lado este, que conduce a las entrañas de Monte Sinaí, una zona de cerros copados de casas hasta el último milímetro.
En ese costado del ingreso hay un parque en cuyo cerco metálico cuelgan veintenas de camisetas que parecen dar la bienvenida a los peatones.
Una pendiente de cemento separa las mallas de la vereda, en donde exhiben coloridos cestos de plástico, como incitando a los que adquieren las prendas a que compren uno para guardarlas.
Alrededor de los cestos hay zapatillas, sandalias, zapatos y pantalones. Todo está amontonado, pero se encuentra lo necesario para cambiar de ‘cachina’ por menos de 20 ‘latas’.
UNOS LLEGAN, OTROS SIGUEN
En esa competencia por clientes, Christian Caomuendo, otavaleño de 18 años, se va haciendo un espacio con sus calentadores de 5, 7 y 10 dólares.
Antes los ofertaba en la Bahía, otro ‘corazón’ de la compra y venta porteña, pero de allí lo corrieron los metropolitanos, dice.
“Vine acá a ver qué tal me va. Aquí hay bastante movimiento”. Su afirmación tiene peso al ver que cadenas de supermercados y de electrodomésticos extendieron su nicho hacia la Casuarina, que maneja su propia economía paralela a la ciudad.
Christian se hizo ‘pana’ de otros comerciantes para que lo dateen de posibles operativos contra la informalidad, pues aún no quiere migrar de esta ‘Disneylandia’ del comercio.
Pasos más allá está la ‘dura’ de las blusas. Es una señora de tez blanca y de expresión seria. Ella guinda sus atuendos en una repisa de fierro. Con la evidente intención de no dar detalles de su negocio, refiere a secas que la vestimenta viene de pulgueros de barrios. Como ya la conocen, la llaman cada vez que hay uno.
Las mujeres se toman su tiempo para elegir el mejor modelo. Saben que, al ser ropa usada, puede tener manchas o algún defecto. Aunque no cuesten tanto cuidan que su billete esté bien invertido. Un shopping al aire libre.
Junto a la venta de ropa, pegaditos a la acera, hay gusanitos de harina con azúcar, morocho, papa rellena, corviches, maduro, latas de atún, cabezas de cebolla colorada, pimiento, choclo, zanahoria... un montón de productos para comer al instante o para preparar en casa.
Ese es el ambiente hasta la primera intersección, en el que predomina el olor a todos esos bocadillos, la mayoría fritos. Una sensación aceitosa y a gas secuestra el olfato de los transeúntes.
Ya en esa primera transversal, del lado derecho, hay al menos tres tableros de madera con pescados de todo tamaño y precio. El olor a mariscos y a agua salada se toma ese tramo.
Una comerciante, de cabello amarillo a medio pintar, echa chorritos de agua para que las caritas, lisas y corvinas se mantengan frescas. Lleva más de 20 años en esa ‘escamosa’ actividad. Asegura ser de las primeras vendedoras de ese lugar.
“Esto antes era tierra y polvo, pasaban pocos buses”, comenta resumiendo esa otra parte de Guayaquil que se fue expandiendo lejos de los malecones promocionados para los turistas.
¡CUIDADO, BOQUIABIERTO!
Para caminar entre esos negocios hay que estar bien parado. Siempre hay alguien cerca con quien uno puede tropezar si anda boquiabierto. Y aunque eso no pase, la piel propia parece saludarse con la de los demás por los inevitables roces.
El recorrido no tiene orden. A veces toca ir por la vereda y a ratos por la calzada, esquivando las ventas. Y los chillones gritos de “venga, trepe, que está vacío” desde las puertas de los colectivos que por ahí circulan, y el “lleve pitahaya, mandarina, uva, naranja”, proyectado desde camionetas estacionadas con frutas y legumbres en sus baldes, machacan los oídos.
TRIPAS DE PEDRO CARBO
Inicialmente son nueve cuadras de ofertas de extremo a extremo. El comercio callejero acaba en ese punto y se reactiva en la cuadra 24, fuera de un supermercado con fachada naranja y crema, hasta la zona que limita con el ‘Canal de la Muerte’. Son 3.7 kilómetros de la Perimetral hasta allí.
La parte oeste de la vía es menos vertiginosa. En ese costado, a Isaac Rodríguez le hacen fila desde una colina para comprarle la tripa mishqui que prepara junto a una ayudante. La parrillada callejera.
Para asar el tripaje vacuno tienen una parrilla armada con la mitad de un tanque metálico negro. Isaac lo corta sobre una tabla de picar asentada en una mesa de madera. Lo hace con los ojos cerrados mientras silba algún bolero o un pasillo, como reviviendo recuerdos con cada melodía.
Se instala a las 15:00 y, como tarde, a las 19:00 se le acaba todo. “El éxito, además del sabor, es que no le pongo precio a nadie. Otros venden el plato a un dólar. Yo, si me piden 25 centavos de tripa, les vendo. No le hago el feo al cliente”, dice.
Detrás de su sonrisa hay más de 25 años de esfuerzo. A diario viaja desde su natal Pedro Carbo, cantón de la provincia de Guayas, para vender su platillo. Allá mismo compra su materia prima.
El humo espeso que se desprende del peculiar asador es uno de los protagonistas de la avenida. Aquel elemento físico y de sabor representa en sí mismo a la Casuarina, pues esta también es una de las estrellas que brillan a lo largo de la Perimetral