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La avenida 24 de Mayo: un paseo del miedo al placer
Desde San Roque, un barrio inseguro, hasta La Ronda, una maravilla turística... ¿Qué hay en medio? EXTRA recorrió esta calle llena de historia y de personajes
Brandon tiene el rostro cubierto con un trapo sucio y maloliente. Camina, alerta, de un lado a otro. Sisea como un gallinazo. Poco después, como si se acercara a la carroña, acecha. Huele. Transpira. Y se detiene. “¿Qué buscan aquí?”, increpa con falso recelo. “Yo les puedo contar todo. Soy famoso”, insiste. Se sienta en un banquillo caliente de la 24 de Mayo, centro de Quito, y suelta: “Aquí hay cosas buenas y malas”.
Luego hablará de lo que nadie quiere hablar en este popular sector llamado también “Paseo de la 24 de Mayo”, y que primero fue una quebrada. La del gallinazo -o Ullaguangayacu-, rebautizada como Jerusalén. Más tarde la rellenaron y, hacía 99 años, aquella avenida fue inaugurada a propósito del primer centenario de la Batalla del Pichincha, en 1922.
Que si ha cambiado desde entonces, claro. Hacía finales de 2011 se convirtió en un bulevar con una inversión de alrededor de 5 millones de dólares. Una década después, la av. 24 de Mayo mantiene su esencia en tonos degradé: de zona roja por el occidente -en el barrio San Roque-, a zona rosa por el oriente -en La Ronda-. Una calle de extremos y clandestinidad. De silencio. De miedo. Y también de placer.
Son las 11:00. Día caluroso en la capital. Desde el puente peatonal de San Roque -donde asaltan, roban- se observa a la Virgen del Panecillo resplandeciente y a dos borrachos que se bajan los pantalones y se hunden entre los matorrales. Otro rumia (como vaca) con los ojos cerrados. Cerca, una cuadrilla del Municipio adecenta un parterre. Huele a pescado y un busetero no se cansa de pitar. Es una mañana común.
En este barrio, parte alta de la 24 de Mayo -límite con la avenida Cumandá-, también está el expenal García Moreno, una Unidad de Policía Comunitaria (UPC), un mercado enorme, una liga barrial, más borrachos, una escuela, un letrero que dice “Cabinas Porta” y perros sin dueños que se pelean con ferocidad sin una aparente razón. Son perros.
Al cruzar hacia un puente de piedra, la gente que ha regado decenas de productos sobre plásticos viejos mira con recelo. Como si huyeran de algo, de alguien. De quién sabe qué. Pero entre esos vendedores informales salta uno, Carlos Eduardo Quintero, colombiano, 43 años.
En su ‘espacio’ vende todo a un dólar. Desde discos de acetato de Raphael hasta una caja de medicina llamada Atemperator, que sirve para las epilepsias. Quizás él ni lo sepa.
Cuenta que en su país lo conocían como Cocoliso. Que es refugiado. Que huyó de la guerrilla. Que al día gana unos 30 dólares. Que él fue profeta de la COVID-19. Y que “la mejor empresa que uno tiene en la vida es trabajar independientemente”. Destapa una botellita con gel y lo regala.
Silencio
Hacia el oriente, sobre el Paseo de la 24 de Mayo, la gente come. Los perros comen. Las palomas comen. Los borrachos duermen. Y un relojero deja a un lado una pinza cuando se le pregunta sobre la transformación de la calle. Responde entre dientes: “Las paredes escuchan... aquí mismo está el mal”. Y, de pronto, gritan: “¡Sapos!”.
En el camino, un hombre vende un pantalón viejo y roto a un dólar. En un local suena a todo volumen un vallenato de Los Inquietos: “No queda nada / el viento se ha llevado toda mi alegría / no queda nada / tu triste adiós acaba con la vida mía”. Un joven fuma marihuana. Y el dueño de un restaurante, que prefiere no dar su nombre por miedo, cuenta que en aquella zona “el tiempo es el que le da a uno el estatus”. Se refiere a que por los años que lleva trabajando allí los ‘choros’ lo respetan.
En su negocio, donde en una cartulina dice “prohibido estar enojado, sonría”, los precios son muy económicos. Y quizás por ello muchos sonrían. El “almuerzo con carne” cuesta un dólar. Los desayunos también. Pero no es garantía para tener comensales. Dice que la situación ha empeorado mucho en la zona. Calcula que un 50 % de locales han debido cerrar.
Las puertas tienen grandes cadenas y candados. Las ventanas están partidas, muchas casas desvencijadas. Y la estatua de José Mejía Lequerica, “quien amó y cultivó todas las ciencias, pero sobre todo amó a su patria -según José Joaquín de Olmedo-”, sirve de meadero. “Permiso, voy al baño”, dice un hombre enternado que pasa por un lado y se escabulle en la parte trasera de Mejía Lequerica.
Y aquel es el paso hacia una zona gris. Oscura. Tenebrosa. [En esta parte, el Paseo 24 de Mayo continúa, pero la avenida se bifurca en las calles Loja y Morales]. Una mujer negra y robusta -licra uva, blusa de colores- tiene las mejillas rojas, rojísimas, y ofrece cigarrillos. Tres muchachos fuman marihuana. Sexoservidoras, algunas viejas y maquilladas, esperan sentadas sobre unas bancas. Miran de reojo. Murmuran entre ellas. Clavan los ojos en quienes se atreven a pasar por allí... Es mejor alejarse.
De repente, llega Brandon, el ‘gallinazo’ de la 24 de Mayo, quien todavía le hace honor a su primer nombre: Ullaguangayacu. Tras ‘merodear’ la zona, se acerca. Pide unas monedas. Se sienta. Saca un cigarrillo, de marca Elephant, lo enciende y relata:
- “Este no es un lugar donde realmente se pueda vivir tranquilo. No. Hay personas que se unen por la droga. Hay ladrones. Mucha gente que trafica”, suelta sin timidez el joven, mientras su cuerpo exhala una mezcla de olores, desde sudor hasta alcohol.
No tiene dientes. No tiene miedo. No tiene filtro. No tiene ni madre, porque a ella, Libia, la enterró un día antes de su cumpleaños, el 12 de julio.
- “Yo pedía plata cerca de la calle Chile para drogarme. No me importaba robar a una persona”, lamenta.
En Ecuador reside desde hace 16 años, pero conoce la 24 de Mayo al revés y al derecho. Diez años ‘sobrevolando’ por esta zona, que lo atrae como imán. Él sabe por qué.
Mientras Brandon le cuenta a EXTRA que es artesano y, además, famoso porque cuida perros y que tiene una página de Facebook, un hombre se acerca y dice: “La gente está mareada con ustedes”. Se refiere al equipo periodístico. El muchacho da un sorbo de guanchaca, de una botella plástica sucia, y se va. [Y nosotros también].
Un respiro
Fuera de la zona oscura, en el paseo, aparece la estatua de Eugenio Espejo, un monumento que inauguró, en 2017, el exalcalde de Quito, Mauricio Rodas, y que rinde un homenaje al “patrono del periodismo ecuatoriano y a la libertad de expresión”. Cerca pasan unos vigilantes. El ambiente es menos tenso. Y una niña corre sobre un escenario que lo utiliza el Municipio para eventos coloridos, a veces.
Horas más tarde, a las 19:00, al pie del Paseo 24 de Mayo, brilla una maravilla turística. Es la zona rosa de esta zona gris. La Ronda. La temperatura alcanza los 12 grados. Por la calle empedrada van y vienen motorizados de la Policía. Un borracho se ha quedado dormido dentro del carro. Lo despiertan. Se va. Muchachos ofrecen canelazos y empanadas gigantes. Una mujer canta. Y bajo los ojos de la Virgen del Panecillo se mantiene agazapado, entre la oscuridad, el mal.