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Pablo Escobar: “Una atracción prohibida”
El nombre del narcotraficante colombiano no se puede pronunciar en la hacienda Nápoles. A pesar del interés de los turistas por conocer el sitio donde vivió El Patrón, los guías no pueden hablar de él en el lugar, que ahora es un parque de diversiones.
Seca el sudor que recorre su frente morena con las mangas de su camiseta. La transpiración corre profusa más por el temor de confesar que trabajó para Pablo Escobar Gaviria, que por el bochorno que incendia la localidad de Doradal, del municipio colombiano de Puerto Triunfo.
La grabadora se enciende y sus manos tiemblan. Desde que Roberto se enteró del verdadero oficio de su patrón, no habla con nadie extraño de su época como mesero de la hacienda Nápoles, ubicada en ese caluroso valle del río Magdalena en el centro de Colombia, a tres horas de Medellín, en Antioquia.
Del narcotraficante más grande de la historia, como jefe, solo tiene cosas buenas para decir, pero siempre ha preferido guardarlas porque, a pesar de que han pasado 25 años de su muerte, aún siente pánico de su ‘otra cara’ y su legado de sangre, asesinatos, dolor y venganza.
Tenía 18 años y un cuñado, que laboraba en la finca del capo de la cocaína, lo recomendó para el empleo. Siempre creyó que aquel hombre menudo y rollizo, que compró las más de 3 mil hectáreas de aquel terreno, era uno más de los muchos ganaderos ricos que llegaban al lugar.
“Después me enteré de lo que realmente hacía (líder del Cartel de Medellín)”, dijo con un tono de justificación obligada, sentado en una de las veredas de Doradal, donde se atreve a asegurar que más personas sienten estima que rencor por el recuerdo de Escobar, pero deben callar.
Es que bajo el intenso sol que quema las mañanas de este corregimiento, Pablo era solo un hacendado reservado y sencillo, que de vez en cuando llegaba al pueblo a almorzar, invitado por sus vecinos.
La lista de razones para estar agradecidos con él es tan larga como la de motivos para odiarlo. Regresa a 1978, cuando El Patrón llegó por primera vez al sitio. A la par que construía una ‘ciudad’ dentro de su hacienda —en la que, entre otras cosas tuvo un hospital, una plaza de toros, 27 lagunas artificiales, bombas de gasolina, un zoológico de más de 1.500 especies, un hangar, una pista para avionetas, un helipuerto— también edificó más de 100 casas para las personas que no tenían hogar ni dinero.
Algunas de esas viviendas aún están en pie, al igual que la iglesia que también mandó a levantar y que ahora funciona como un centro de eventos. El propio Roberto fue testigo de la cara bondadosa del capo, que camuflaba su lado sanguinario. Una vez enfermó y fue atendido sin costo en el centro de salud de la finca de Escobar.
“En ese tiempo no había hospitales aquí y él dejaba que atendieran a la gente del pueblo, pero no solo eso. Si alguien se agravaba, prestaba sus avionetas o un helicóptero para trasladarlo a la capital, y él pagaba los gastos de hospitalización”, dice jadeante mientras se ventea con un cuaderno.
Lo veía poco, porque él solo servía los alimentos a sus guardaespaldas, que más adelante descubrió que también eran sicarios, pero lo describe como un hombre de pocas palabras, amable y tímido, que le encantaba bañarse en los riachuelos que se desprenden del Magdalena y que bañan la zona.
Aunque su nombre se pronuncia bajito entre las calles porteñas, la imagen del narco sigue siendo una fuente de ingresos y turismo para la zona.
Su recuerdo sigue generando empleos
“En aquel tiempo, aquí (en la hacienda Nápoles) trabajaron más de 1.500 personas, pero no en cosas malas, sino como jardineros, en construcción...”, grita Humberto para que su voz no se ahogue con el ruido del motor de su mototaxi.
Él mismo se beneficia de la curiosidad que motiva a los turistas a visitar Nápoles, ahora convertida en un parque de atracciones, y sus ganas de devorar cada detalle del opulento lugar.
Se estaciona y se baja en un punto de la finca, donde la maleza se come los cimientos de la mansión de Pablo. Clava la mirada en la baldosa granate y mientras aparta las hojas muertas que cubren lo que queda de la casa, calcula que el 95 por ciento de quienes visitan Nápoles, lo hace exclusivamente por el símbolo físico del Cartel de Medellín.
Humberto es uno de los 20 mototaxistas que ofrecen el servicio de transporte dentro del lugar, que desde hace 10 años funciona como un centro de diversión, pero también hace las veces de guía clandestino de los lugares del Capo, porque al igual que en Doradal, el nombre de Pablo Escobar es una ‘atracción’ prohibida dentro de lo que fue su hogar.
“El antiguo dueño”
El conductor, que nació y creció en Doradal, tenía 8 años cuando recorrió por primera vez aquellos azulejos, que solían conformar el piso de la discoteca del capo.
Antes de que el Estado asumiera la administración del sitio, ingresaba con sus amigos a coger mangos y a jugar en la enorme vivienda, que se fue deteriorando por intervenciones policiales, saqueos y el paso del tiempo desde antes de 1993, cuando murió su propietario.
Baja la voz y resume con un “era mucho lujo” lo que sus ojos traviesos miraron en ese entonces. No habla de más, pues teme que algún administrador lo escuche y lo echen del parque.
Quienes laboran en Nápoles, cuenta, no pueden nombrar a Escobar, y para referirse a él, si el caso lo amerita, deben hacerlo con la frase: “el antiguo dueño”.
Sin embargo, confiesa que es inevitable para ellos no contar lo que saben porque es raro que los visitantes acudan solo a disfrutar de las piscinas, el zoológico, los senderos y demás atractivos que han construido allí, para tratar de borrar la sangre que manchó aquel suelo.
El ruido de la tricimoto, con la que recorre la finca por 90 mil pesos (aproximadamente 35 dólares), le permite conversar con mayor soltura y explicar a los turistas dónde quedaba cada detalle que conformó el sitio de reunión y descanso de los integrantes de la organización delictiva liderada por Escobar.
Lo que cobra por el paseo dentro del parque temático puede duplicarse si el pasajero desea conocer más sobre el capo, por ejemplo, acudir a la aldea donde construyó viviendas.
“Aquí (en el pueblo) son más los que lo quieren (a Pablo) por todo lo que hizo por ellos, pero no pueden hablar de él porque también hay odio y dolor, Pablo no fue un buen ejemplo”, dice con la voz entrecortada por el vaivén del vehículo sobre el suelo irregular.
Una tienda de Pablo
Albeiro Villegas, de 50 años, sabe a la perfección lo que significa pronunciar el nombre de El Patrón en dicho lugar. Él fue compañero de Humberto y cuando andaba con un turista en su mototaxi, en 2013, un administrador del parque lo escuchó cuando le indicaba al pasajero que “esa había sido la casa de Pablo Escobar”.
Lo sancionaron, pero meses después decidió renunciar y abrir la única tienda en el pueblo con recuerdos y objetos alusivos a Nápoles y al narcotraficante.
Durante sus cinco años como conductor de Nápoles siempre escuchaba la misma pregunta: ¿dónde conseguían artículos de Pablo Escobar para llevar como recuerdo? Aquello lo motivó a desafiar al qué dirán y montar el negocio que tiene más clientes extranjeros. “Muchos mexicanos”, precisa.
A él ya no le da miedo hablar del asesino, del delincuente, del ‘Robin Hood paisa’, como lo conocían por ayudar a los pobres, porque aunque su nombre sofoque más que las altas temperaturas en Doradal, su recuerdo es un eco que retumba en cada rincón de esa tierra.
Solo el museo memorial refleja el “pasado sombrío”
El único lugar oficial dentro de la hacienda en el que hay objetos y fotografías de Pablo Escobar es en el museo memorial, que está cerca de la antigua pista de avionetas que el narcotraficante usaba para los envíos de cocaína.
“Solo esta parte de los contenidos del Parque Temático hacienda Nápoles” refleja su pasado sombrío, como una condena abierta y absoluta a todos los crímenes de Pablo Escobar y su organización criminal”, reza uno de los 9 puntos de la declaración de principios del lugar.
Allí hay portadas de diarios, fotos de los atentados de la época, la colección de autos clásicos del capo, quemada en el atentado al edificio Mónaco, también perteneciente a Escobar, en 1988.