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La joven aún recuerda a su galán desde su ventana.Referencial

¡El amor a través de mi ventana!

Una mujer narra la historia de amor que le dejó la pandemia. Conoció a un chico que vivía en el edifico de enfrente. Él le invitó un café y se volvieron inseparables. Pero el destino no siempre es lo que uno espera.

Soy Cristina Pérez, tengo 44 años y esta es la historia de amor que viví en la pandemia. Era 5 de abril de 2020. Lo vi por la ventana. Estaba de espaldas. Su camisa blanca y la lámpara sobre la mesa me hicieron asumir que teletrabajaba. Unas semanas atrás había empezado el confinamiento por el coronavirus.

Ahí estaba él, dos pisos más arriba, en el edificio contiguo, preguntándome mi nombre. “Soy Diego y cualquier cosa estoy ahí para ayudarnos”, me dijo.

Una ambulancia y un vecino enfermo fue la excusa por la que empezó una conversación. En ese instante, los cuatro metros que separaban mi ventana de la suya desaparecieron...

El chico vivía en el octavo piso. Ella en el cuarto, pero por la inclinación de la calle, solo 4 metros los separaban.Cortesía

La pandemia lo había atrapado en la capital. Tenía listo su retorno a Estados Unidos, en marzo, cuando el país cerró sus fronteras y lo dejó varado a más de 4.400 kilómetros de su hogar, Carolina del Norte.

Pasaron los días. Yo reflexionaba sobre cuánto tiempo duraría el encierro. Quizá era hora de volver a la casa de mis padres. Pero las restricciones de movilidad acabaron con mi plan. Suspiré...

Una vez más abrí la ventana. Y ahí estaba de nuevo.

-¿Supiste algo de la ambulancia del otro día?, me preguntó.

-No, solo noticias falsas, contesté.

Y seguimos hablando. De todo un poco, hasta de cine. De la película ‘Contagio’, en la que un microbio letal amenaza con ponerle fin a la humanidad. Y de repente, él se detuvo.

- ¿Tomas café?.

-Amo el café, me encanta, me sinceré.

-Y, entonces, ¿por qué no vienes?

Quedé sin palabras. Estamos aislados, pensé. Ninguno había tenido contacto con alguien más. Le di mi número. Me escribió: “Hola, soy tu vecino”. Enseguida, una foto de la ciudad vacía llegó a mi teléfono. Llovía. Con tremendo frío, ahora sí es buen plan quedarse en casa, contesté.

Él insistió: “¿Prefieres té o café?”.

Una hora más tarde estaba en su departamento con una taza de café negro entre las manos. Luego, vimos una película.

Y así pasaron los días. Juntos. Compartiendo el confinamiento. Él tenía muchas provisiones. Cocinábamos en su casa. Preparamos tigrillo, llapingachos y cuando llegó el momento de hacer locro... fracasamos.

Pero nada importaba. Era divertido. Y, aunque no le pusimos un nombre a lo que teníamos, vivimos cosas de pareja.

Una noche convertimos el departamento en una discoteca. Bailamos salsa, merengue, bachata y hasta rock & roll. Pensé que no lo lograría. Era ecuatoriano, pero había vivido años como un gringo. Me sorprendió. Ese swing latino jamás se olvida.

El departamento 83 del edificio junto al mío se convirtió en mi refugio. Veíamos documentales y series. Cobra Kai fue una de nuestras favoritas.

Íbamos a hacer compras. Jugábamos 40, damas chinas y cuando las medidas restrictivas se suavizaron hasta fuimos a la playa...

Pero este cuento no tiene un final feliz. Nuestro destino no era estar juntos. Él debió volver a casa en Estados Unidos y yo sigo aquí, recordándolo desde la misma ventana con la esperanza de que regrese.

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Una esperanza

Esta historia ocurrió en el sector de El Bosque, en el norte de Quito, durante los primeros meses de la pandemia de 2020.

Cuando todo era miedo y desolación para el resto de la población, ella encontró el amor en una ventana cercana a la suya.

Y, aunque el destino es ‘caprichoso’, le queda lo vivido como una gran anécdota. “Ya no hablamos tanto como antes. La última vez que me escribió fue cuando sucedió el aluvión de La Gasca, el 31 de enero. Él recordaba que está cerca y me preguntó si estaba bien”, relata.