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En Quito hay quienes están dispuesta a ofrecer sus servicios de sexualidad a hombres de tercera edad.Gustavo Guamán / EXTRA

Sexualidad en la tercera edad: historias de amores que matan y nunca mueren en Quito

Hay variedad de clientes veteranos: los calladitos que terminan bailando boleros, los que se encomiendan al Viagra, e incluso los ‘avezados’

Hay quienes tienen sexo incluso ya en pleno ‘piso 7’: de no creer. Leyendo, charlando con psicólogos, es la primera revelación de un tema caliente: la sexualidad en la tercera edad, la de ellos y la de ellas. Los cambios son inevitables, pero si son asumidos y gestionados, pueden ser superados. ¡Sí se puede!

(Lee además: Decapitado en Quito: “¿Cómo pudieron matarlo de esa forma tan terrible?”)

Nadie vuelve a ser un sub-23 del catre, nadie. Pero tampoco se puede decir que, al pasar los 50 o rondar los 70, las artes de la cama excluyen a los veteranos de guerra. Igual no va a ser: la potencia varonil va a la baja; el dolor o molestia en sus parejas, en alza.

Que por ahí pasa lo bravo del tema, dicen los expertos: aceptarse y quererse uno mismo con los cambios fisiológicos de rigor. Y vacilarse el nuevo momento sin drama: un Mustang no es el mismo con 600.000 kilómetros corridos, pero no deja de ser un Mustang.

Desde el quinto piso…

Quemados los 50, es notorio: disminuyen la fuerza, la musculatura, la valoración del otro sexo, el trabajo y el billete; baja la autoestima y eso es letal. Más ahora, con el culto a los cuerpos modo galán de narcos, ellos. Y ellas, tipo caballona en perreo duro y puro.

Aumentan el cansancio, la angustia, la incertidumbre: llegan crisis de autovaloración, sentimientos de tristeza e indefensión, incluso. Esa es la cancha: con todos esos ‘peros’, el deseo y el hacer del sexo quedan vulnerables. Pero, señalan expertos, se trata de reinventarse. ¡Al empate, Calceta!

Del rechazo a las ‘cariñosas’…

Acudí a indagar el tema a filo de calle. Sorpresa: las coincidencias se dan. Uno de los ‘voluntarios’ (ya mediando 64 primaveras) dice que “ya no es culpa”, que ante la soledad, toca fuera de casa.

“Ahí es que vamos donde las ‘cariñosas’, ellas siempre quieren”, sonríe el excontador público. “Nosotros seguimos activos”, vuelve a reír. “A estas alturas, ¿qué ha de ser un solitario? No pues”, expone. “Que eso hace daño, dicen”, alza los hombros.

Para un caballero, dejar de ser activo en el toldo es todo un drama que toca, incluso, la razón de su existencia.

Las chicas están dispuestas a atender a clientes de la tercera edad.Gustavo Guamán / EXTRA

La paisa y los veteranos

“Yo sí atiendo abuelos”, dice una convencida Augusta, cincuentona paisa que, guapa y entradora, se contonea en las veredas de la Plaza del Teatro. “Son más educados, los viejos nos respetan: saben que hacemos esto por hambre. Los chicos nos creen máquinas de sexo”, advierte. “A veces toca darles puñete”, revela.

Augusta añade que el sexo en la mujer de cincuenta y más no es el mismo que en la juventud. “Una, porque vive de esto, sabe qué ponerse, dónde, cómo hacerlo; pero no siempre es algo de goce: los jóvenes quieren romperte, pero los veteranos son complicados también”.

Del “siempre arrecho” al viagra chimbo

“Yo tengo un clientito fijo”, sigue la paisa. “Cada quince, con lo que ahorra de lo que le pagan de jubilado: llega con su ‘siempre arrecho’, su Viagra falseta, su vasito de ostiones. Pero toca esperar a que se le encienda y se le manifieste el ‘amiguito’. Se angustia. Y a mí me da pena: se terminan los quince minutos de cuarto y nada. Él cree que ya no sirve”.

Una vez le contrató una pareja; los dos medio entrados en años, pegados los tragos. “Creían que, viéndome en acción, los dos recordarían sus tiempos de locos enamorados. Y les funcionó. Se pegaron su polvorete, me dieron una propina adicional. Pero no volvieron, creo que se sanaron”.

Don Evaristo y Sharon Stone…

Las chicas de la Plaza del Teatro son transeúntes de esas calles llenas de historias, muchas divertidas; como esa estatua de bronce dedicada a Don Evaristo. Ahí, modo Sharon Stone en ‘Bajos instintos’, Patricia cruza sus robustas, bronceadas piernas. “Dame diez ‘pesos’, vamos al cuarto, le hacemos y te cuento”, pechea de entrada.

Te doy cinco, pero aquí mismo cuentas las plenas”, regateo.

Y lo hace. Me rema un tabaquito, incluso. “Me ha tocado de todo, ya ni me acuerdo bien. A ver, ¿como raro? Sí: tenía (es que no han venido o ya me han cambiado) un par de amigos que decían que eran soldado el uno y sastre el otro, sesentones, por ahí”, inicia esta morena tuca, de unas cuarenta y pico vueltas máximo.

“Bueno, el tema es que los dos juntaban plata y armábamos el trío. Se cambiaban de puesto y, diga, en unos diez, quince minutitos, ya se iban los dos, contentos, vea. Me salía: 10 por amigo, me hacía hasta 25 dólares en no más de veinte minutos”, relata, tan tranquila ella.

El pasado no perdona

Patricia dice que tiene miedo al paso de los años. “Vemos cómo a las más viejas les abusan todos, las mismas compañeras; peor los amigos”. Y que la clientela también incluye a los tocados por la soledad, los tristes, como ella les dice. “Cada uno con su pasado”, sentencia.

Tenía un viejito, ya mayor mayor, diga usted unos 70. Yo le hacía feliz. Luego él ponía una canción, un bolero, decía. Bailábamos, qué, dos minutos, apagaba el celular y se iba, educadito, callado, callado, como un mueble viejo, callado”.

Algunos adultos mayores le echan el ojo a las sexoservidoras.Gustavo Guamán / EXTRA

Soy Margarita, si quieres

Entre las chicas hay de todo. Llega una, joven, por ahí treintañera, curiosa por la conversación que sostengo con su colega. Igual pide plata, igual no le doy; pero me caigo con esos helados mantecados que venden las venezolanas de los negocios aledaños.

Que no tiene nombre, dice, que si quiere, le pone el jefe. “Y si no me ponen nombre, me vale”. Pero que le puedo llamar Margarita, dice. “En los seis meses que ando en estas cuadras, sí me tocó un abuelito. Elegante, de billete, digamos: me daba 15 por el rapidito o 30 toda la tarde en su propio cuarto, acá arriba, en la Esmeraldas. Avanzaba su palito, con las justas”.

Bien estaba la charla cuando llegó una robusta, tuca, alta, mechas teñidas de rojo, tirada a jefa de las damas de la cuadra. Hostil: no pidió, reclamó dinero, pues las chicas no “producen” por estar “hablando mierda”. Le pasan un puñado de sueltos, yo le chiflo al de los chifles. Creo que es hora de largarse, mejor.

¡Puro muerto, la vieja!

Al frente, a la salida del Ecovía, otra sexoservidora: esta sí es veterana. Tendrá quemados unos sesenta calendarios. Es la angustia arrimada a las paredes untadas de hollín. Esperpéntica, flaca, chorreada, triste.

Le digo a la morena que ella no puede ser su colega.

—Pobrecita. A ellita —dicen— se le han muerto dos hijos en Italia, que se los han matado. Y cuando se emborracha, cuenta que se le murió un novio y le tocó huirse a Guayaquil. ¡Puro muerto, la vieja!

—¿Un novio?

—Uno de los viejuchos que, ahí donde le ve, la frecuentaba; un abuelo setentón, que llegaba borracho. Una de esas, tropezó en las gradas, se golpeó y se murió. Ella vio eso, se barajó del zaguán. Le dijeron que le seguían, se voló a la Costa.

Esta tarde, ellita ahí: nerviosa, despeinada, con el rostro quemado, los labios pintados, casi sin dientes, paradita en sus chanclas añosas, muriendo a plazos.

—¿Y?

—Ya volvió, ahí está, paradita. ¿Qué, no le ve?

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