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El sepulturero del COVID en Calderón
Se llama Pedro Paredes y desde el 31 de marzo, ha enterrado 22 cuerpos con el virus o sospecha. Los demás fueron cadáveres.
Pedro Paredes desconfía más de los vivos que de los muertos. Le han robado tantas veces sus herramientas de trabajo de la bodega del cementerio que ya ni recuerda cuántas... pero ahora el pico y la pala no son muy necesarios.
Debido a la pandemia, los cuerpos allí ya no son enterrados. Los ataúdes embalados van directo a fríos nichos para evitar un desborde. Y de eso se encarga Pedro, el único sepulturero del camposanto de Calderón, la parroquia rural con más contagios de COVID-19 en el norte de Quito.
Son las 17:03 de un miércoles de julio. Llovizna. Llega un féretro y Pedro, quien aguarda dentro del cementerio, es testigo del mismo ritual desde el 31 de marzo (22 hasta ahora). Los parientes del muerto son desinfectados por trabajadores de las funerarias. Pasan. Y enseguida él los guía hasta la última morada, un nicho familiar... parece un edificio de departamentos. Pero no. Son tumbas.
El único de la familia
Del pórtico del cementerio avanza el cortejo con el sepulturero a la cabeza. La gente se abraza. El dolor es más fuerte que el miedo al contagio. Hay 14 familiares, cuatro más de los permitidos en un sepelio en Calderón. Y todos, al igual que Pedro –flaco como maratonista–, llevan mascarilla. Detrás, un músico los acompaña. Suena ‘Vasija de barro’. Conmueve a todos.
Siete minutos de caminata. Llegan. Lloran. Siguen abrazados. Posan el féretro en el suelo. Y luego lo meten en la tumba que Pedro sella con ladrillos y cemento. Más música. Más llanto.
Una hora después, el entierro termina. El hombre, de 32 años, avanza hacia otro nicho. Está listo para la llegada de su segundo muerto por COVID del día... Desde mayo tuvo hasta cuatro sepelios en una semana por el coronavirus. Antes de la pandemia sepultaba a tres personas en un solo mes.
Da “gracias a Dios” que no ha enterrado a parientes. Ni en la pandemia ni en su vida dentro de los cementerios. Él es el único sepulturero de su casa, algo en lo que jamás pensó que se convertiría.
Llegada
Pedro barre un hueco rectangular. Lo rodean otras tumbas ocupadas. Lo deja limpio rápido. Tiene una hora para conversar de su vida.
Avanza por el cementerio, que alberga al menos 2.000 muertos y fue construido en 1934. Pedro ha estado allí los últimos cuatro años.
Camina a su ‘despacho’, una casita cuadrada de una sola puerta, alejada de las tumbas de tierra y cemento. Adentro, hay lápidas exhibidas en tres de las cuatro paredes blancas. “Un amigo las hace. Soy el intermediario” dice. Y se sienta en un sillón para narrar lo que debió ser en la vida.
“Siempre quise trabajar la tierra”. Sembrar. Ser un hacendado, dice. Su apego al campo surgió en su natal Pangua, Cotopaxi, en su adolescencia. En la finca de su madre sembraban caña. Luego del colegio, él cargaba los tallos largos para después molerlos.
Dos días en la semana, en cambio, iba a un cerro a cuidar 30 reses. “Se rozaba el monte, se hacían cercos”, evoca en su despacho.
No les iba tan mal. Pero un día su mamá viajó a Quito en busca de un mejor porvenir.
Pedro, el cuarto de seis hermanos, tenía 26 años, una esposa de 20 y un hijo de uno. Juntos llegaron a la capital. “Vivía en la casa de mi mamá, por el Puente Dos (al sur de la ciudad) y la ayudaba en su papelería”.
Los amigos que hizo en Quito le dijeron que buscara trabajo como albañil en El Triángulo, en Los Chillos. Tomaba el bus, recorría 20 minutos y se bajaba en esa plazoleta. Pero no conseguía nada.
Una vez le dijeron que probara suerte en Tumbaco, en la plaza central. No le importaba viajar más lejos. Lo que quería era trabajar. Y así lo hizo.
Su primer muerto
Era una mañana, recuerda Pedro sentado en su sillón, cuando caminaba cerca de la iglesia de Tumbaco.
“Vi un letrero y se pedía un ayudante para el cementerio”. Entró al templo y el cura le dijo que tendría que limpiar las tumbas, barrer, quitar las flores secas. Y claro, enterrar. Algo que lo alejaba cada vez más de su sueño: ser un hacendado. Desde entonces el único contacto con la tierra que ha tenido ha sido por la tumbas.
Como lo vaticinó el cura, el cotopaxense limpiaba los corredores del cementerio. Retiraba las flores marchitas y aseaba las tumbas. Lo espantoso vendría una semana después. “Debía exhumar un cadáver para sepultar a otro. Cuando me dijeron, un día antes, no pude dormir”. Solo había visto muertos en películas.
Al siguiente día llegó a las 07:00. Se puso un overol, guantes y mascarilla como en esta pandemia. Daba palada tras palada hasta toparse con el ataúd destruido por la humedad.
“Abrí la tapa y rompí el vidrio”. Adentro estaba el esqueleto de una ancianita. Primero sacó el cráneo, aún con cabello. Lo colocó sobre el féretro y lo tapó. “No quería mirarlo”. Luego las costillas, los brazos… fue algo trágico. Puso los restos en un cofre pequeño y lo dio a la familia. Fue un verdadero sacudón. Pero pronto el miedo se esfumó. Almorzó tranquilo y nunca soñó con esa muertita ni con los demás que llegaron con los años.
Los 1.400 fallecidos
En Tumbaco, su trabajo disminuyó. Pedro solo iba cada semana –antes el contrato era mensual–. Luego lo llamaban por algunas horas en el día.
Todo acabó cuando lo pusieron como conserje de la iglesia. “Tenía que cuidar al santísimo en la mañana o en la noche”. Se cansó. Y se fue.
No recuerda la fecha exacta de su traslado a Calderón. Solo que la tarea sería la misma, pero él ya no.
Ganó experiencia enterrando y exhumando cerca de 800 muertos en Tumbaco. Acá, en la parroquia con más contagios, sumó otros 600. Y ahora las víctimas del virus.
Es probable que Pedro se lleve a la tumba su oficio. “Mis niños, cuando juegan dicen que quieren ser médicos”. Son aún pequeños. Con ellos y su esposa ahora viven en Zabala, a 30 minutos del cementerio. Lo han apoyado desde el comienzo.
En su despacho, Pedro se pone de pie. Afuera lo espera otro cortejo. Tampoco necesitará de su pico ni de su pala. Solo ladrillos y cemento para sellar el nicho frío. Y para eso él, el sepulturero, ya es un experto.