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Mujer ruega por ayuda en Sangolquí: vive con diabetes y ni tiene ni para comer
Esta comerciante padece de diabetes y tiene a su cuidado a su hija, que presenta discapacidad intelectual. No tiene para comer y mucho menos para mantener a su retoño, quien es su única compañía.
Mariana Maldonado extiende su mano temblorosa para saludar. Está sentada en una cama que ocupa gran parte del espacio del cuarto, de unos 12 metros cuadrados, que arrienda en Inchalillo, en Sangolquí, en el cantón Rumiñahui.
En segundos, su amabilidad se transforma en llanto. Se tapa los ojos y suplica: “Señorcito, ayúdeme, mire cómo vivimos”. Esta mujer, de 63 años, apenas puede moverse. Y si lo hace, tiene que apoyarse en un andador que le regalaron.
Mariana dejó de caminar normalmente cuando le detectaron diabetes, un poco antes de la llegada de la pandemia. En ese entonces, ella vendía caramelos en un quiosco de un parque del sector.
“Me hicieron firmar unos papeles porque dijeron que iban a pintarlo y, como no veo bien por mi enfermedad, lo hice. Luego me desalojaron”, cuenta sin dejar de llorar. Al menos, con el poco dinero que le dejaban las ventas tenía para comer y mantener a su hija, de 17 años, quien tiene una discapacidad intelectual y es la única que la acompaña.
Pese a ello, la joven estudia por las tardes y, para ir al colegio, necesariamente tiene que dejar sola a su madre. “Apenas tenemos para comer. Una vecina me hace la caridad de fiarme un dólar de menudencias de pollo para sobrevivir”.
Su historia
Y mientras la joven vuelve de su jornada, Mariana se da modos para prepararle algo. “Tenía una cocina, pero algunas veces escapé de quemarme porque ya no valía. Esta me la regalaron”, dice mientras señala la pequeña cocineta que está frente a ella.
Ya no tiene agilidad ni en las manos, las que por mucho tiempo le sirvieron para lavar ropa y ganarse unos cuantos sucres en La Ronda, centro de Quito, cuando tenía entre 18 y 20 años. “Después trabajé como empleada doméstica hasta que conseguí un puestito en la plaza de Santo Domingo (también en la capital)”.
En ese entonces tenía 47 años, edad a la que tuvo a su hijita. Pero su esposo la dejó, lo que la obligó a hacerse cargo de su cuidado y se fue a vivir a Inchalillo por las facilidades de estudio de la adolescente. “Ella es mi única compañía y la que me ayuda hasta para moverme”, dice llorando.
La estrechez
Después de clases, la chica llega a su casita y tiene que acomodarse en la cama, en la que duerme junto a su madre, para hacer las tareas, porque ni siquiera tiene un escritorio. “Con la lluvia, mi pobre hija viene empapada casi a diario y el uniforme tengo que colgarlo aquí adentro”, explica.
Por ahora, el único ingreso que Mariana percibe es un bono de 55 dólares que no le alcanza para casi nada, afirma. Ella junta sus manos y suplica que por lo menos le aumenten ese dinero para en algo solucionar su situación tan precaria. “Las medicinas me las regalan en el hospital, pero no tenemos para comer ni para vivir”, lamenta sentada dentro de su diminuto cuartito.