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Luchar para quedar en el olvido
Hoy se cumplen 25 años de la despenalización de la homosexualidad en Ecuador. Pero los ‘años dorados’ de los integrantes de esta población son más opacos por las carencias y enfermedades.
Sus rostros han perdido lozanía, sus pasos son cada vez más lentos, tienen dolencias físicas y psicológicas, pero mantienen la sonrisa. Son adultos mayores que pertenecen a la comunidad GLBTI (gais, lesbianas, bisexuales, transgénero, transexuales, travestis e intersex) y nunca han dejado de sobrevivir. Ellos marcaron un camino, aunque la ingratitud los orille hacia el olvido.
Esta generación fue la que, “poniendo el cuerpo”, logró la despenalización de la homosexualidad en el país, el 27 de noviembre de 1997. Hoy se cumplen 25 años de este logro. Han empezado a envejecer.
Ximena Ruiz –labios voluminosos y ojos delineados de negro– tiene 65 años, pero sonríe tímidamente como una jovencita. En cuanto ve un cabello, lo analiza, lo toca y pregunta las razones de ese estilo. Ella es una trans femenina que vive con su perrita Wendy. “Está igual de vieja que yo”, bromea.
Es la mañana del miércoles y con paso cansado, la machaleña llega a su hogar –un mini departamento en la azotea de una casa en La Ferroviaria, sur de Quito– con algunos víveres que recibió en la fundación Nueva Coccinelle. “Cuando logran recaudar algo nos llaman para repartirlo porque lo necesitamos”, cuenta.
Sus ingresos no superan los 30 dólares a la semana, por lo que su amiga Ana Cecilia Suscal –también trans femenina– le envía dinero desde España. “No tengo mucho, pero no puedo dejar que mis compañeras, que tienen menos, sufran”, relata a través de una videollamada.
Sin esperanzas
Ximena no tiene muchos planes para el futuro, su edad y su condición de vulnerabilidad no le permiten soñar con una casa propia o con mayores ingresos que los necesarios para sobrevivir. “Me gusta donde vivo y en la pobreza trato de que sea bonito”, agrega.
Estudió administración de empresas, pero no ejerció. Vivió 10 años en Lima, Perú, y allí aprendió peluquería. “Desde el principio me gustó y trabajé en Quito mucho tiempo, ahora la cosa es distinta”.
A Fernando Orozco, de 61 años, le pasa lo mismo, él vive en Guayaquil y va tres veces a la semana a un salón de belleza para trabajar. “No hay negocio y hay muchos peluqueros. La mayoría más joven que yo”, cuenta.
Logra sacar al mes unos 200 dólares que se le van en arriendo, movilización y comida. “Ni siquiera puedo alimentarme bien por mi edad”, dice.
Él es el representante de la organización ‘Años Dorados’, que busca ayudar a los más vulnerables de esta comunidad, a pesar de sus propias dolencias.
Fernando sufre de hipertensión y prostatitis. Teme que la segunda dolencia ya se haya convertido en cáncer. “Creo que tengo todos los síntomas, pero no he podido acceder a una cita con el urólogo”, lamenta.
Psicóloga clínica
Pero hay otros integrantes de esta población que están en peores situaciones. Vicente Vaca tiene un puesto de venta de lazos en la Pío Montúfar y Clemente Ballén, centro de Guayaquil. A veces no vende ni uno y ese día no come. Tiene 77 años y se moviliza en una silla de ruedas donada.
Su vecino, Luis Vera, lo ayuda en lo que puede. Lo conoce aproximadamente cinco años y en ese tiempo ha visto cómo su salud se ha deteriorado.
“Ahorita tengo fiebre y dolor de cuerpo”, cuenta Vicente, pero no ha ido al doctor porque no tiene dinero ni quien lo lleve.
Habita en un cuarto que le dejó su hermana fallecida. Sus sobrinos incluso han querido botarlo de allí. “Sería mejor que me lleven a un asilo, estoy solo”, cuenta con voz bajita.
Él era costurero y por varios años trabajó en talleres porteños. Se independizó, pero hace unos 15 años todo ha ido de mal en peor. “Él mismo hace sus pompones para los regalos, pero no le da para vivir”, agrega Luis.
Los recuerdos
En los ojos de ellos hay tristeza. Los recuerdos de la juventud no son buenos. Ha sido un camino de sufrimiento, discrimen, persecución y pocas alegrías.
Esta generación tampoco está completa, la mayoría ha muerto producto de la violencia, la exclusión, las malas prácticas estéticas o porque han caído en adicciones. “Quedan pocos vivos y algunos huyeron a otros países”, relata Fernando.
Una de ellas es Ana Cecilia, quien vive 30 años en Europa. “Yo huí del infierno. Fuimos los primeros que expresamos abiertamente lo que somos y nos persiguieron”.
Fernando llora al recordar las veces que fue arrestado por ser homosexual, pues fue abusado sexualmente. “Cuando me llevaron al penal García Moreno me tocó ceder ante el caporal del pabellón por mi seguridad”, asegura.
Ximena fue golpeada en Machala también por uniformados. “Ese día me habían inyectado hormonas y me pegaron justo ahí. Pasé semanas con dolor y con los glúteos y la pierna con pus”.
Ana Cecilia fue trabajadora sexual en La Mariscal, norte de Quito, todavía recuerda cómo los policías prácticamente las ‘cazaban’ para meterlas presas. “Nos escondíamos, corríamos cuando había batidas. Pero cuando nos alcanzaban, nos pegaban”.
Fundación Equidad
Para la psicóloga clínica Karem Chamorro estas experiencias de violencia se han quedado en la mayoría de sobrevivientes y ahora causan problemas como depresión, ansiedad y estrés postraumático. “Esto además se evidencia en problemas de salud, están somatizando porque no han tenido acompañamiento psicológico”, agrega.
Fernando ha tenido problemas para dormir, terrores nocturnos, crisis de pánico. Cada vez que recuerda los horrores que vivió llora, aunque ha tratado de manejarlo, pues siempre quiso ser psicólogo. “A mí me tocó aprender peluquería por necesidad. Cuando sales de casa muy joven hay que sobrevivir”, recalca.
La falta de oportunidades de estudio y de trabajo también los ha sumido en la pobreza. “Ahora que estamos viejos, menos nos contratan”, reclama Fernando.
La pobreza, además, ha acercado a esta población a la drogadicción y el alcoholismo, un círculo del que pocos han logrado salir. “Si bien esto es un problema general, en la población GLBTI se agudiza”, dice la experta.
La soledad es consecuencia del abandono en su juventud, pues muchos fueron rechazados por su familia. “La forma de relacionarse y establecer vínculos se forma en el núcleo familiar, la mayoría no tuvo eso”, explica Chamorro.
Ellos se sienten abandonados por el Estado y por las fundaciones, por eso ahora tratan de ayudarse entre sí. Se conocen, se visitan. Fernando, por ejemplo, consiguió la silla de ruedas para Vicente. “Algo es algo”, finaliza.
Tampoco hay políticas públicas
Efraín Soria, representante de la fundación Equidad, que trabaja por los derechos LGBTI, concuerda en que quienes están ya en la tercera edad o cerca de ella, han sido la generación más violentada.
“Sufrieron persecución del Estado y de la sociedad. Su lucha logró que se despenalice la homosexualidad”, comenta.
Si bien, al menos ya no son considerados delincuentes, aún faltan políticas públicas que velen por sus derechos, según el activista.
Esto se suma a que no existen datos certeros de cuántos hay ni en qué condiciones viven, así como al tratamiento de esta población. “Creen que somos homogéneos, pero tenemos distintas características y edades”, acota.
Desde Equidad ha habido varios proyectos de apoyo a las diversidades sexo genéricas, pero también dice que dependen de las organizaciones internacionales para los ejes de acción. “Es por eso que no se ha podido atender a todos, pero la situación de los adultos mayores es una gran preocupación”.