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Una 'isla caribeña' en plena capital
No hay brisa ni mar, pero sí comida, dulces y ritos tradicionales. Los extranjeros se apostaron en La Florida, norte de Quito, desde hace una década.
Dunay Cabrera suelta su cabello alborotado. Con los dedos de la mano derecha –que hacen de peine– desenreda las hebras doradas... Cuando habla parecería que no respira. Su lengua no tiene freno. Es cubana. Y vive en Quito desde hace seis años junto a otros cinco mil compatriotas. Ellos hacen de La Florida la ‘Pequeña Cuba’, un barrio con sabor a isla.
Hace más de una década llegaron a Ecuador los primeros migrantes desde Cuba. Al inicio fueron más de 100 mil, pero hasta hace cuatro años no quedaron más de 56 mil a nivel nacional. Muchos de ellos optaron por ir tras el ‘sueño americano’ y otros, como Dunay, echaron raíces en la capital.
Inmersos entre ecuatorianos, formaron una colonia cubana en el barrio La Florida. Con el paso del tiempo, unos levantaron negocios propios, otros viven de trabajos alternos, pero todos mantienen vivas sus tradiciones, identidad y cultura.
A lo largo de la avenida La Florida y de la calle Juan Paz y Miño –bautizada como la legendaria Calle 8 de Miami, EE. UU., donde se alojan también cubanos–, a través de su comida, dulces, ritos, fiestas y algarabía se respira a La Habana, a Varadero, a Matanza y a otras de las 12 provincias que conforman la isla caribeña.
Hacía los 40, esta zona del norte capitalino no era más que una quebrada llena de monte. Los comuneros vivían de la recolección de frutos silvestres y de la caza de pichones. A partir de 1980 llegaron los primeros pobladores y construyeron sus viviendas sobre el nuevo relleno.
Ahora, este barrio se convirtió en una ‘ciudad pequeña’, donde predomina el comercio extranjero. Por el norte colinda con el barrio La Concepción y por el sur con San Carlos. Al este se divisa la avenida Occidental y al oeste La Prensa.
EL ESCAPE
Jueves, 19:00. El aire está húmedo. La gente camina bajo la lluvia. Dunay, con 36 años, blusa negra, pescador oscuro –ambos ceñidos al cuerpo– y sandalias bajas, cuenta que como muchos también huyó de su país.
Un día se dio cuenta de que el extremo socialismo, instaurado por Fidel Castro hace 62 años, no aliviaba la extrema necesidad, pobreza, hambre y falta de empleo en la que vivía. Cruzó 2.595 kilómetros y el mar Caribe en un avión para llegar a Ecuador. Dejó su país, su espacio, su cultura, su familia, dice que “por una vida mejor”.
Hace frío. 17 grados de temperatura. Nada comparado a los 30 grados que envuelven a La Habana. Pero Dunay sigue vistiendo como si estuviera en su isla: ligera y cómoda. Mientras arrastra al centro de su local de ropa y zapatos uno de los 15 bultos que están arrimados en una de las paredes, ella cuenta que hace dos años tiene este negocio y que gracias a sus ocho santos, a los que por cierto les reza con devoción, le va bien.
Dice que la santería sí la practica, pero que no comenta de eso con ecuatorianos porque “son un poco cerrados y es algo muy íntimo”. Quizá lo haga más adelante, cuando tenga un poco más de confianza, asiente.
Para desviar el tema, señala que está contenta de vivir en la ‘pequeña Cuba’, porque su parecido con la real solo varía en el clima y en la ausencia del mar. “Aquí se respira a mi país. Huele a él”, insiste.
De seguro es por el olor a tamal, a cerdo cocinado, a caramelo derretido que se desprende de un local que está al otro lado de la calle. Uno que tiene un rótulo colorido donde dice “Friends cafetería”, y que su prestigio es por su comida “bien cubana”.
Así como este, hay otros 20 negocios que se apuestan en la zona. Desde barberías, restaurantes réplicas de comida típica, como el Floridita o La Bodeguita del Medio –propios de La Habana–, hasta un local improvisado al pie de una casa, donde no solo venden sino también hacen los auténticos dulces cubanos. También un par de panaderías sin rótulo, pero que por sus años todos las conocen, y un local de carnes ahumadas. Todo esto hace de este sitio una extensión de la isla caribeña.
SABOR A HISTORIA
Una hora después cesa la lluvia. Y el negocio de Diego Aluisio es el mejor refugio para aplacar el frío. Hace dos años puso su cafetería, y junto a su esposa, que es ecuatoriana, apostó por la comida cubana.
Con 35 años, domina los secretos de la cocina de su país y los traslada al menú diario. Para preparar un arroz congrí (arroz moro), un rabo encendido (cola de vaca en salsa picante) o ropa vieja (carne de cerdo mechada), que son muy autóctonos de la Vieja Cuba, necesita algo más que buenas intenciones. Necesita haber nacido ahí.
Cada receta, incluidas las de dulce, como el flan cubano, capuchinos, galletas, bizcochos, turrones… guarda celosamente parte de su cultura, una que nació hace más de 500 años, tras la colonización española.
Como dice Aluisio: “La sazón se lleva en la sangre y jamás se improvisa”. Por eso, cada fin de semana va tras el reencuentro de sus raíces y en uno de los dos tradicionales restaurantes de la Calle 8 criolla aplaca su deseo.
Con cada ‘metida de diente’ resucita una parte de su patria, pero con el ambiente, la gente, el juego de dominó, la bulla y la fiesta revive sensorialmente, aunque sea por unas horas, a su “añorada Cuba”.
DEVOCIÓN CARIBEÑA
21:00. Dunay aún acomoda la mercadería que quedó pendiente en su respectivo lugar.
Antes de abordar la conversación otra vez, se escabulle por otros temas y habla de su gusto por la comida ecuatoriana, de las jergas aprendidas y que de vez en cuando se le escapa un “mande” o un “ahísito nomás”. A los 20 minutos está lista para revelar unos secretos sobre la santería que practica, y que esta no es más que “otra forma de religión”.
Todo empezó a los 15 años, cuando veía espíritus junto a otras personas y preveía una que otra cosa del futuro. Desde entonces supo que ella era diferente y se consagró como “santera”.
Pasó por un ritual religioso. Se rapó la cabeza, se vistió de blanco, evitó el sol y el sereno durante un año. Después fue declarada como “hija” de ocho santos, a los que les reza y encomienda a través de rituales especiales.
“ELEGGUÁ” –una cabeza de madera con ojos, boca y cabello, que descansa en el interior de una batea– es uno de ellos. Cuida su negocio. Está ubicado en una esquina, frente a la entrada principal. “Es travieso como un niño, abre y cierra 21 caminos, rige la felicidad y desgracia, la prosperidad y suerte, y en sus ceremonias se incluye música africana, se le ofrece caramelos, juguetes, velas, tabaco y aguardiente”.
A un costado hay una botella casi llena de aguardiente. Con ese líquido purifica al santo antes de hacer una petición. Con ambas manos, toma la imagen, la trae al frente, muestra los caramelos que ofrendó hace unos días, y a pesar de su resistencia por hablar del tema, dice que la fe es lo principal.
Enseguida toma un sorbo de licor, cierra los ojos y sopla sobre la figura. “Ya pueden hacer una petición. Debe ser clara y precisa. Si quieren ser atendidos, pidan con fe”, aclara la mujer, mientras se despoja de su Dios para entregarlo a alguien más.
El tiempo pasa y las puertas enrollables de metal caen unas tras otras. La Florida se apaga, pero siempre se respirará en cada esquina, en cada cuadra, ya sea por su gente o por el olor a comida, el inigualable sabor cubano.