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La historia de Ito, el sicario de 18 años que mató a Fernando Villavicencio
Johan Castillo fue asesinado después de dispararle al candidato presidencial Fernando Villavicencio. Su familia contó detalles de su vida en Cali
Ese día se levantó tarde, cuando el sol ya abrasaba el ladrillo rojo de una casa de dos alturas en la periferia de Cali. Vio colgados en la pared el cuadro de rosas rojas que le había dibujado a su madre -mamá, te quiero- y el de los Looney Tunes que le había pintado a su hijo -te amo, Liam David-. No era muy alto, tenía el pelo corto, tez morena y unos ojos pequeños y duros.
Se lavó la cara, desayunó y se vistió con la ropa mal doblada que guardaba en un armario de plástico cerrado con cremallera. La muda que metió en una mochila fue el único indicio de que se iba de viaje. El chico traspasó con decisión el umbral de la puerta y bajó por las escaleras de caracol que daban a la acera: tenía que matar a un hombre.
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Johan David Castillo López, alias Ito, fue el sicario colombiano de 18 años que atentó el nueve de agosto, junto a otros cuatro pistoleros, contra el candidato presidencial ecuatoriano Fernando Villavicencio. En un vídeo se ve a Villavicencio subir a su camioneta después de un mitin, rodeado de sus escoltas. En una fracción de segundos, frente al vehículo, aparece Ito como una sombra, vestido con un pantalón vaquero, una camiseta blanca ancha y una gorra en la cabeza.
Nadie repara en él hasta que saca un arma y empieza a disparar. Ito emprende la huida por mitad de la carretera hasta que recibe un tiro de un escolta del político. Cae y a los pocos segundos llega un policía que comienza a patearlo para quitarle el arma. Ito trata de levantarse y correr, pero se desploma otra vez. Está herido de gravedad. Otro agente lo coge de los brazos y se lo lleva hasta la acera. A partir de aquí hay diferentes versiones.
En una, el sicario recibe dos disparos y una multitud de gente, que acaba de entender lo que ha ocurrido después de unos instantes de confusión, lo golpea hasta dejarlo al borde de la muerte. En otra, según explicaron las autoridades, Ito recibe nueve disparos que lo dejan seco allí mismo. En cualquier caso, cinco minutos antes había acabado el trabajo que lo había hecho viajar por carretera de Colombia a Ecuador.
Su familia recibió el féretro siete días después. Ellos mismos pagaron la repatriación con aportaciones de familiares y amigos. Lo enterraron en el Cementerio Central de Cali. Escribieron su nombre a mano en un cartón que han colocado sobre su nicho.
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Ito había sido padre muy pronto, a los 15. Aunque no vivía con la madre y el bebé, quiso ser un padre presente, no como el que él había tenido, que se fue cuando tenía cuatro años y nunca más volvió. “El papá de él fue un hombre irresponsable. Y la madre, mi hija, trabaja como una mula de externa en otra casa. Pasa el día allí”, explica Nancy López, la abuela.
Las autoridades y la prensa han escrito en todo este tiempo su apodo con H, Hito, pero la hermana aclara que se trata de una confusión. Ella le llamó así, de pequeños, porque él se movía en la cama como un gusanito, y de ahí se quedó con el diminutivo Ito. El primer trabajo de Ito fue como costurero, en un taller donde confeccionaba pantalones y camisetas.
Entonces tenía 15 años. Después estuvo empleado en la obra a tiempo completo, literalmente: por la mañana trabajaba de obrero y por la noche hacía de vigilante para que nadie robara el ladrillo y el yeso. Pronto tuvo sus primeros problemas con la justicia.
Durante una pelea hirió de gravedad a otro chico. Estuvo encarcelado dos años en un reclusorio de menores, entre los 16 y los 17 años. En los meses estaba desempleado, ocioso. Su hermana dice que solía ser bromista y muy hablador, pero que en la última época se había vuelto callado, taciturno y esquivo. Se enfadaba por cualquier cosa.
Ito vivía en un barrio pobre, donde escasean las oportunidades. Los muchachos pasan el día en la calle, sin nada que hacer. Beben ron en vasitos pequeñitos y fantasean con tener dinero para comprarse una moto. Nadie les regala nada, no disfrutan de ninguna clase de privilegio, no tienen amigos importantes, por no tener muchos no tienen ni carné de identidad. No existen. Cuando van a buscar un trabajo y dicen de dónde vienen, los descartan de inmediato.
En esta zona de la ciudad se criaron algunos de los gatilleros más prolíficos de la historia de Colombia. Estos chicos matan y se hacen matar. En su mundo resulta mucho más fácil guardarse un fierro entre la camisa y el pantalón y adquirir cierto estatus de gánster que encontrar un empleo formal con el que ganarse la vida. Las redes criminales que los contratan, conocidas como oficinas, les hacen encargos.
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Por alguien desconocido, un blanco fácil, pueden pagar unos doscientos dólares. Si el futuro cadáver tiene nombre, la factura sube a 1.000 o 2.000. Junior Cáceres, alto, delgado, reflexivo, se atusa el cabello mientras recuerda a Ito, su cuñado.- Es difícil cuando eres pelao y tienes que elegir entre el pasaje y el desayuno. O entre desayunar o almorzar.
Eso es muy difícil. Uno acaba haciendo cosas malas. Yo a veces le advertía de la gente con la que se juntaba, pero...Ito fue el que reclutó al resto de sicarios que viajaron a Ecuador, según las autoridades. Varios de esos muchachos eran de Potrero Grande, un barrio cercano, un lugar planeado y construido recientemente por el Estado, entre 2005 y 2008. Aquí fueron a parar grupos dispersos de la ciudad que necesitaban ser reubicados.
La policía los sitúa a todos ellos en la escena del crimen, un crimen que alguien más planeó. Ellos fueron el brazo ejecutor. Los sitúa en los ocho minutos que pasaron desde que el político salió hasta el momento en el que abaten a Ito, detienen a otros dos implicados y dos más se escapan en moto, disparando. Para que todo eso ocurriera, una mañana tres muchachos tuvieron que salir de sus barrios en Cali para encomendarse en una misión suicida.
Está por conocerse el papel que jugaron José Neyder López y Andrés Manuel Mosquera, pero lo que es seguro es que Ito se colocó frente a la camioneta y empezó a disparar. Mató a su objetivo, pero en cuestión de minutos la muerte también vendría a visitarlo.Un trabajo de Juan Diego Quesada.
Un trabajo de Juan Diego Quesada de EL PAÍS