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El muro tiene una extensión de unos 100 metros por 7 metros de alto. Está formado por cientos de rocas volcánicas.Vicente Tagle / EXTRA

Galápagos: ¡El Muro de las lágrimas, un atractivo turístico y memoria de un doloroso pasado!

Llegar a Galápagos y estar ahí, ante ese muro de rocas oscuras, es sentir que el corazón se achica. Aunque el sol pegue ‘como el demonio’, se experimenta un frío que invade el cuerpo. Y no es por la garúa (llovizna leve) que para esta temporada se presenta a cualquier hora en las islas Galápagos. Simplemente invade una sensación de tristeza e inquietud. Es como si el llanto de hombres rudos sometidos a un intenso castigo retumbara y recordara el dolor que allí se vivió.

Formado por cientos de rocas volcánicas, el Muro de las lágrimas, de unos 100 metros de longitud por 7 de alto, luce imponente y tenebroso, en la inmensidad de la vegetación y la soledad.

Esta es la memoria en pie de lo que alguna vez fuera la colonia penal de la isla Isabela, en el mágico archipiélago de Galápagos. Una contradicción de la vida: pesar y belleza. El sitio donde “los valientes lloran y los cobardes mueren”, refiere un dicho popular sobre este lugar.

Leonor Moreira, su hija Rocío y el esposo de esta vivieron esa experiencia en días pasados. Cuatro horas y media de caminata ‘bien pegadas’ para llegar al muro. Los acompañó Martha Jaramillo, una residente insular y quien les hizo de guía turística.

“Estar aquí genera una sensación extraña. Es como si aquí viviera el dolor. Pero también da algo de miedo y a la vez coraje, una indignación al conocer todo lo que aquí ocurrió”, comentó Rocío, luego de pasar una lápida donde se lee: “En memoria de los que aquí sufrieron y murieron. 1946-1959”.

Más adelante, un cartel les advierte, en español e inglés, que “esta inútil construcción es conservada en recuerdo del sufrimiento de quienes fueron forzados” a levantarla.

A Rocío se le erizó la piel. “Deben haber soportado un dolor tremendo al traer cada una de estas rocas. ¡Y cuántos habrán muerto aquí!”, expresó.

A pocos metros del muro, una lápida recuerda la memoria de quienes allí sufrieron y murieron.Vicente Tagle / EXTRA

Marco Fiallos, un ambateño de 34 años que junto a su esposa Alexandra Torres y su hijo Alexander, de 4 años, llegaron en bicicleta hasta el sendero que conduce al muro, también se mostró apenado.

“Aquí se puede sentir un ambiente de luto; siendo este lugar parte de la historia de nuestro país, uno puede sentir un poco de vergüenza por ese tipo de prácticas y mucha pena por las personas que vivieron esto”, sentenció.

Pero si alguien sabe de todo lo que allí sucedió es el historiador y poeta galapagueño Jorge Suárez Viteri, de 79 años. “Los siete pecados capitales estaban reunidos ahí”, dice, para contextualizar en una simple frase la crudeza de lo que fue el Centro de Rehabilitación ‘José María Velasco Ibarra’.

Explica que para los años 40 la violencia se había desatado en la zona costera del Ecuador continental, con el abigeato y los robos a personas. De allí que, luego de enviar una comisión que analizara el territorio y para aprovechar las instalaciones dejadas por los norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial (además de Baltra, hicieron un centro de control en Isabela), en 1949, durante el Gobierno de Galo Plaza Lasso, se decidió crear el centro carcelario con fines agrícolas en esa isla.

El Muro de las lágrimas, en la isla Isabela, es el recuerdo en pie de lo que fue la colonia penal que allí se asentó. Un monumento a la vergüenza y el abuso, pero a la vez un atractivo actual para el turismo.

El Gobierno ordenó sacar a 300 presos de diferentes prisiones del país y los llevó hasta su nueva ‘cárcel natural’. El viaje lo hicieron en el glorioso cañonero Calderón, que combatió en la batalla de Jambelí de 1941. Junto a ellos y para su cuidado, 30 policías y 6 oficiales. Arribaron a Isabela el sábado 26 de octubre de 1949.

Para entonces Isabela contaba con cerca de 160 pobladores. Bajo el mando del mayor César Durán, un condecorado oficial de los carabineros, se instaló la base en Puerto Villamil y se ubicaron tres campamentos para los reos: Santo Tomás, a unos 20 km del poblado, para los de mediana peligrosidad; Alemania, a 45 km, para los más peligrosos; y Porvenir, donde enviaron a los enfermos de sífilis y tuberculosis.

Para beber agua dulce debían caminar varios kilómetros hasta un estero, “la gente pasó penurias, a veces comían las sobras de los otros”, cuenta Suárez.

Pero eso era lo más suave, pues allí hubo de todo. Los castigos eran despiadados, a ciertos presos se les dio el mando y abusaban de sus compañeros. Un reo mató a otro peleándose por el amor de Mamá Rosa, otro prisionero gay, mientras muchos más intentaron escapar, pero terminaban recapturados o muertos.

13 años años duró la colonia penal en la isla Isabela. Fue cerrada tres años después de una revuelta y la fuga de varios reos.

La ‘ley de fuga’ se aplicaba sin piedad alguna y se daba de baja a quienes habían sido marcados con una equis... esos habían llegado sentenciados ‘al más allá’ de antemano.

Pero la creación del muro fue uno de los castigos más atroces. A pleno sol, sin agua y muchas veces sin comida los obligaban a caminar terrenos agrestes por kilómetros, cargando las rocas volcánicas para formar la estructura.

“Allí en el muro gritaban de impotencia y lloraban. Hombres rudos llorando como niños”, relata el historiador Jorge Suárez con una sutileza de poeta. “Muchos morían en el camino y nadie los ayudaba, por temor a ser castigados o simplemente porque a ellos tampoco le quedaban fuerzas. Y los cuerpos de los reos que allí desfallecían eran enterrados entre rocas volcánicas, al olvido de todos”.

Los turistas pueden llegar a pie o en bicicleta hasta el sendero final que conduce al muro. Desde la zona poblada hasta allí son 5 kilómetros.Vicente Tagle / EXTRA

Sainete, rebelión y fuga

Pero todo cambió el sábado 8 de febrero de 1958, en que se realizaría una obra teatral por el Día del recluso. La fuga estaba preparada. El sainete era solo la cortina para su plan. Se armó la rebelión y los presos tomaron el control de cada uno de los campamentos.

Suárez relata que “llegaron hasta el pueblo y ahí amarraron a los policías. Se invirtieron los papeles y ellos eran quienes mandaban ahora”. 

Aunque algunos no querían hacerle daño a los pobladores, un grupo de violentos abusó de 2 mujeres. “Pero la valentía de don Jacinto Gordillo, el párroco de la isla, fue como una oveja enfrentándose a una jauría de lobos”, destaca Suárez al contar cómo el sacerdote escondió en la iglesia a mujeres y niños.

300 fueron los reos que se enviaron a la isla. Muchos de ellos murieron en medio del suplicio de los fuertes castigos. Los demás presos no los ayudaban, porque no podían o porque sus mismas fuerzas ya no le daban para más.

Veintiún reos escaparon en dos embarcaciones, las lanchas Teresita y Ecuador, llevándose como rehenes y tripulantes a varios colonos; luego se apoderaron de un bote pesquero, el Viking, y días después hicieron suyo el yate Valinda, donde iban unos turistas extranjeros.

La historia dice que en el Valinda llegaron hasta Esmeraldas, en donde desembarcaron, mientras el yate con los extranjeros siguió su rumbo a Panamá, donde la prensa mundial dio a conocer el hecho. Poco después al menos 18 de los reos fueron recapturados.

Ya en Isabela, recuerda Suárez, tres días duró la rebelión y luego la policía retomó el control. Al año siguiente, en 1959, el Gobierno decidía cerrar la colonia penal de Isabela. Pero el muro quedaría allí, para siempre, como testigo mudo del dolor, donde los valientes lloraron... y no solo los cobardes murieron.