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Con David Almeida, el arte de las alpargatas terminará
Es el último alpargatero de Zámbiza. Empezó con este trabajo cuando tenía doce años. Hoy sus vecinos aún se asombran al verlo trenzar la fibra con tanta rapidez.
David Almeida tenía 12 años cuando su padre lo sentó a su lado y le enseñó el oficio de tejer alpargatas. Al principio no le gustaba. Eso de hacer trenzas con yute no era algo que llamara su atención.
Sin embargo, ahora, 63 años más tarde, don David agradece aquella lección que hoy lo convierte en el último alpargatero de Zámbiza, un barrio en el norte de Quito.
Allí, muchos lo conocen, lo estiman y miran con curiosidad la velocidad con la que sus manos fabrican el calzado. Luis Andrango vive en la casa de al lado y, pese a que lo ha visto en el oficio por 15 años, aún se queda hipnotizado por la precisión con la que don David arma los zapatos.
Tenía 25 años cuando se casó con Targelia Carvajal y dejó San Juan de Calderón para vivir en Zámbiza. En antaño, el vecino hacía unos 12 pares cada semana. “Costaban un sucre cada uno. Luego subieron a dos”, describe don David, mientras arma la planta de una alpargata.
Luego las botas siete vidas (esas que son fabricadas con caucho) reemplazaron el calzado artesanal. En la actualidad, el hombre elabora no más de tres pares al año. Los hace bajo pedido, cada uno cuesta 40 dólares. Es muy laborioso. “Ser alpargatero es mi vida. El oficio es padre y madre para mí”.
Todo es hecho a mano. Trenza diez metros de esa especie de paja para formar la suela. Luego la cose y le da la forma del pie. Las tallas las tiene medidas al ojo, pero si duda revisa una improvisada mesita de piedra en la que constan los diversos tamaños. Sus 4 hijos y 13 nietos han modelado sus diseños.
Para la capellada (parte tejida que cubre los dedos) utiliza hilo pabilo y algodón. “Es ese que se usa para volar cometas. Quedan bien suavitas”, añade.
Un hábil artesano
Aunque le agarró el gusto a ser alpargatero, el destino lo llevó a probar suerte en otras actividades. Don David confeccionaba sacos y hasta trabajó en las minas de El Inca, también en el norte de la ciudad. Sin embargo, un lamentable accidente -en el que perdió a su tío- lo alejó de esa labor.
Una noche, un amigo de su suegro tocó la ventana de su casa y lo invitó a trabajar en la construcción de carreteras. “Me dijo: pide que te presten una pala y vamos. Ahí estuve 28 años haciendo caminos. Hasta a cobrar el cheque me fui con mis alpargatas”, acota.
Nunca ha dejado de lado su amor por el calzado de yute, incluso ha tratado de darle un toquecito más moderno con hilos de colores y distintos tipos de tejido. “Ya casi no usan, pero son buena opción para salir de la cama... Quise enseñarles a mis hijos, pero no quisieron. El ser alpargatero muere conmigo”, concluye.
Hasta el Niño Jesús se dejó hacer alpargatas
Hace cuatro años, el vecino fue con su esposa a la iglesia de San Sebastián a visitar al Señor de la Justicia. Allí compraron una estatua de un pequeño Niño Jesús. No podía dejarlo ‘patillucho’ así que le hice alpargatas”, menciona.
Sin embargo, la tarea no fue fácil, debió tomarle la medida tres veces. “Le decía mijo, no achiques ni alargues el pie o te quedas sin alpargatas”, comenta.