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Las costuras del olvido
La habitante de calle Yolanda Camejo Luna, de 67 años, no está interesada en vivir la Navidad.
Luna acompaña a Yolanda. La persigue cada noche, como su fiel compañera. Seguramente el ocaso es su momento preferido del día: le recuerda una parte de su pasado, una persona en específico y es su apellido, el primero que nombra, saltándose el Camejo de su padre.
No es que no sea importante ni mucho menos; de Pedro aprendió las costuras, los pliegues y cómo enmendar cada cosa, y de Ariana, su madre, se grabó el amor más profundo.
Ese amor ha sido un largo eco en su vida. Pedro se fue hace 30 años y Ariana hace 15. Ambos fueron repentinos: al zapatero le dio un derrame y a la madre un problema cardíaco. Cada que los recuerda, Yolanda llora. No es coincidencia. Son su único recuerdo feliz.
-¿Un recuerdo feliz? ¿De qué? ¿De novios?, dice. Hmm... resopla. ¿De mi vida? No recuerdo esa palabra. Solo era feliz con mis padres. Me hacen mucha falta- comenta Yolanda, de 67 años.
En la acera de la calle tiene todas sus cosas. Su cama es un pequeño cartón donde cabe su cuerpo. Lleva consigo una bolsa de colores en la que guarda la Biblia, otra funda aún más pequeña, amarrada en la punta, donde tiene un poco de agua por si le da sed y algunos restos de comida que raciona para varios días.
Si le preguntan a Yolanda cuál es su profesión, responde sin titubear que costurera, pero lleva muchos años sin coser alguna prenda. Come lo que Dios le da cuando algún ciudadano se percata de que ella existe, porque ni siquiera sus tres hermanas recuerdan que sigue viva.
La vida ha sido un olvido constante, una sombra andante desde que sus padres se fueron; los ires y venires del alcohol por décadas que le hacían evadir de su realidad.
De casi 30 años no tiene muchos recuerdos. Esto es prácticamente la mitad de su vida, donde lo único que rememora es que vivió vendiendo ropa usada o lo que pudiera comprar de forma económica para revenderlo.
“Quisiera trabajar, pero no tengo nada. Lo que me queda de familia me mira como si fuera una basura. Soy una persona. Tengo a Cristo en mi corazón y amo a mis hermanas aunque no me amen”, expresa Luna -o Camejo- mientras espera el plato de comida que dan cada domingo en la Iglesia San Agustín.
Yolanda le teme a la calle porque en las noches, cuando duerme en ese cartón, cualquiera que esté a su alrededor puede violarla, comenta.
Lleva un año en esta situación y salió de la casa en la que vivía por malos tratos de algunos familiares.
De vez en cuando duerme en algunas casas de amigas, pero no es recurrente. Su plato de comida favorito es el que sea que le den, con tal de tener algo en la barriga, pero lo único que espera no comer es menestra porque le sienta mal, dice riéndose a carcajadas, mostrando los pocos dientes que le quedan.
Aunque gran parte de las calles de Guayaquil están adornadas de luces por navidades, Yolanda ya no siente emoción de esta época. No son lo de antes, susurra haciendo referencia a que no están sus padres, ni tampoco podrá sentarse junto a sus tres hermanas en la misma mesa a cenar.
No le han llevado ninguna tarrina de comida. Lo único que come es de la Iglesia, donde hacen un arroz sin aceite -según dice- que queda “tieso” y no le gusta, pero es lo que hay. “La navidad no significa nada. No tengo nada de entusiasmo”, asegura.
Si tuviera dos deseos para cumplir, uno de ellos sería trabajar y el otro haber muerto con Pedro y Ariana, reconoce.
Esas dos pérdidas la siguen haciendo llorar cada que los recuerda, sobre todo en estas fechas, pero Luna sigue acompañando a Yolanda.
La persigue cada noche, como su fiel compañera. Seguramente, si le preguntan su momento favorito del día, dirá que es el ocaso, cuando empieza a ver el satélite que custodia a la Tierra en la oscuridad.
También señalará ese punto brillante del cielo para explicar que ese es su apellido. Esto le recuerda a una persona en específico y no significa que el Camejo de su padre no sea importante.
De Pedro aprendió la importancia de las costuras en las heridas, pero de Ariana, además del amor más profundo, también le enseñó que las cicatrices vuelven a doler de vez en cuando.