En lo profundo de la provincia de Esmeraldas, en el cantón Muisne, hay un rincón donde el tiempo parece diluirse entre el vaivén de las olas y el canto de las aves marinas. Es la playa de Estero de Plátano, donde se percibe la frescura del océano y los manglares lo cobijan con su sombra. Es un punto donde el estero y el mar se entrelazan formando piscinas naturales.

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“No hay mejor lugar para despejar la mente”, comenta Juan Guerrero, un joven turista que viajó desde Quito para escapar del bullicio citadino. “Uno se sienta en la orilla y solo escucha las olas, los pájaros... parece que el resto del mundo desaparece”.

Los imponentes manglares, con sus raíces entrelazadas y troncos retorcidos, se erigen como guardianes silenciosos del lugar. Las gaviotas y fragatas sobrevuelan el estero, y los pelícanos se lanzan en picada al agua para capturar su alimento.

“Es un ecosistema vivo, en constante movimiento”, explica Roberto Cueva, guía local que lleva años mostrando a los visitantes la riqueza del lugar. “Tenemos la fortuna de ser parte de la Reserva Marina Galera San Francisco, un corredor megadiverso que alberga especies de flora y fauna que no encontrarás en ningún otro lugar del mundo”, acota.

La brisa que sopla desde el mar acaricia suavemente el rostro y, de vez en cuando, una ráfaga trae consigo el aroma de los plátanos verdes que crecen en los alrededores. Hace décadas, el estero estaba rodeado de estas vegas. Hoy en día, los campos se han reducido, pero el nombre del lugar sigue evocando aquellos tiempos en los que los plátanos eran abundantes.

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