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¡El WhatsApp salvó a los narcos!

Gorka Moreno, Guayaquil

No alcanzó a escuchar la primera llamada. La segunda lo sobresaltó. Intentó incorporarse, pero su cerebro era un yunque de diez quintales. Eructó, aún con regusto a ‘biela’, y volvió a desplomarse sobre la almohada mientras trataba de encontrar a tientas el botón verde de su viejo Nokia.

 

–¿Por qué carajo ‘chupé’ tanto? ¿Y qué demonios querrá este ‘man’ un sábado por la mañana? Amor, no seas malita. Tráeme un paño con agua fría y un expreso– susurró Jimmy a su pelada, una esmeraldeña de carnes duras, blando carácter y senos desmedidos, apuntalados con sobredosis de silicona.

–El intendente visitará hoy los ‘chongos’. Tengan todo limpio– le anunció escueto el comisario Justo Buendía.

–Chévere que me hayas avisado, mi ‘pana’. Tomo nota.

 

Jimmy Bustos, presidente del barrio de tolerancia, se apresuró a escribir al grupo de WhatsApp que compartía con sus compañeros, propietarios de los prostíbulos más ‘cholos’ de la ciudad. La recaudación del sábado, día en que la plata entraba tan rápido como los adultos revenidos alcanzaban el orgasmo, corría serio peligro.

Eran las siete de la noche. Las farolas del barrio parpadeaban como si hablaran en morse, como si se guiñaran unas a otras para hacer correr la noticia por todo el vecindario. Y las sexoservidoras, con los pechos a medio cubrir y los labios encurtidos de chillones escarlatas, fucsias y turquesas, se agolpaban frente a los tugurios con la entrepierna abierta y el alma atrancada.

En aquel zoológico, todos los especímenes eran rapaces nocturnas, que volaban de sus nidos cuando las cotorras más parlanchinas se recogían temerosas y ya no podían ensuciar su reputación con los habituales chismes malintencionados. Pendencieros incapaces de amar; amantes primerizos; farreros ansiosos de un final feliz; ‘dealers’ con poca esperanza de vida y mucha arrogancia; ancianos solitarios; fracasados y decaídos; borrachos perdidos; gringos ávidos de sexo barato, incapaces de pagar los 15 dólares del ‘punto’ sin burlarse de las chicas ni regatear; guardacarros buscavidas; taxistas informales, de autos tuneados y ‘chira’ billetera; vendedores de chuzos grasientos y jugos helados; señoras de lánguida sonrisa y dulces tortas; guardias adictos a los esteroides y la autocontemplación en el espejo; pechugonas; rollizas; viejas; niñas…

la señal

Cientos de agentes, vestidos de civiles, se desplegaron sigilosos por los alrededores de los establecimientos, en grupos de a diez. Treinta de ellos, los más jóvenes y musculados, se acercaron al Luz de Luna cuando recibieron la confirmación de que los patrulleros habían bloqueado todas las vías de salida.

A veinte metros, desde una loma, el intendente de la ciudad, don Emilio Martínez, disfrutaba de una visión panorámica junto al coronel Ramón Asencio, un hercúleo tipo que había combatido a los carteles en la frontera durante quince años. Las malas lenguas decían que había enchironado a decenas de narcos, casi tantos como peladas había desvirgado.

El teniente Rafael Sanabria ladeó la cabeza en seco. Era la señal que todos esperaban. Al grito de “¡ahora!”, los treinta irrumpieron en el Luz de Luna con las pistolas en alto y la adrenalina desbocada.

–¡Policía Nacional! ¡Que no se mueva nadie, carajo!- gritó hinchado Sanabria.

–Tranquilo, señor. No hace falta que saquen las armas. Solo hay un par de clientes en los cubículos– trató de calmarlo el dueño.

–¿Dónde están los hermanos García y los Rivera? No se me haga el coj…– replicó iracundo el policía.

–No sé de qué me habla –se justificó el propietario.

–¿Me ha visto cara de idiota? Habían reservado el ‘chongo’ entero para hoy. Iban a celebrar su alianza con chicas y medio kilo de perica.

 

En medio del griterío, un veinteañero salió a trompicones del lavabo, con los pantalones engrilletados a los tobillos.

 

–¡Yo no he hecho nada, se lo juro!– exclamó aterrado.

–¡Largo de aquí, muchacho!– le ordenó el teniente.

–¿Dónde se han metido esos hijue…?– preguntó nervioso Martínez cuando vio al equipo de vacío.

–Alguien sabía que íbamos a venir. Pero solo unos pocos tenían los nombres de los objetivos– le aclaró el coronel enojado.

–Como agarre al ‘sapo’…– maldijo el intendente.

–Únicamente ha podido ser el comisario Justo Buendía. De hecho, es el único que no ha venido. Seguro que recibe billete de Jimmy y su gente– auguró Asencio.

–¡Pues busque a los dos y llévelos a la UPC de inmediato!– zanjó Martínez, que se marchó a las dependencias policiales en un Lexus negro, escupiendo improperios.

Jimmy apareció media hora después, escoltado por dos uniformados. Lo metieron en un cuarto tan gris como su pasado, donde apenas había una mesa y una silla, y le quitaron el celular. El intendente y el coronel clavaron sus ojos inyectados de rabia en él.

 

–Está fregado hasta el fondo– le recriminó el primero.

–¿Habló hoy con el comisario Buendía? No se ande con hue…– apostilló Asencio.

 

El presidente del barrio se sintió acorralado. Sabía que los mandos revisarían el registro de llamadas de su móvil.

 

–Sí, bueno, me telefoneó esta mañana. Me dijo que dejáramos todo limpio porque llegaría usted– admitió con la mirada sellada al suelo.

–¿Limpio? ¿Qué significa limpio? –apretó Martínez.

–Hace algún tiempo, encontraron una colilla en el piso de un local y lo cerraron. Pensé que harían una inspección, así que avisé a los otros dueños– aseguró timorato.

–Acaba de estropear una investigación de medio año. Los García y los Rivera iban a sellar su unión en el Luz de Luna con una farra para enmarcar: mujeres, cocaína, ‘chupa’… Ahora deben estar riéndose de nosotros. Usted y Buendía son los responsables. ¿Acaso no tenían conocimiento de la fiesta? ¿Nos toma por tontos? Queda detenido por difundir información de circulación restringida. Artículo 180 del Código Orgánico Integral Penal. De uno a tres años de cárcel. Ya lo sabe. Léanle sus derechos y a la Fiscalía con él– finiquitó el coronel.

–Pero yo…

–Colabore, díganos dónde está Buendía y tal vez podamos llegar a un acuerdo– sugirió el intendente, rebajando el tono en un último intento por obtener información útil.

–No tengo idea, don Emilio…

 

De nada sirvió que los compañeros de Jimmy se concentraran a las puertas de la UPC para exigir su liberación. El amanecer lo agarró en el Área Transitoria de Detención del Ministerio Público, donde recibió la visita del gobernador provincial, don Evaristo Rueda, quien prometió ayudarlo por el ‘apoyo’ que había brindado al partido en los momentos de mayores penurias económicas. Jimmy se enfrenta ahora a un posible proceso. Buendía… nadie sabe dónde para.

Mi teléfono móvil fue el último en sonar. Aunque no estaba ‘chuchaqui’, yo también maldije a mi interlocutor. Odio los despertares solitarios. Y más aún cuando me sorprenden mientras sueño con algún amor pasado al que extraño o con mi difunto padre, de quien ya solo me quedan el recuerdo y las aventuras que todavía compartimos en mi subconsciente.

Al otro lado de la línea, con la voz apagada tras doce horas de reclusión y nervios, el presidente del barrio de tolerancia insistía en su versión sobre el incidente.

 

–Debes de saber dónde se esconde Buendía– remarqué somnoliento.

–Cuentan que ayer se fugó a Perú, pero nadie me lo ha confirmado.

–Si no tenía nada que ocultar, ¿por qué se marchó?

–Lo ignoro. Pero te prometo que nadie me había hablado de la fiesta…

–Creo que esta vez has llamado a la persona equivocada. Busca un abogado. Eso es lo que necesitas.


Este relato está inspirado en hechos reales, pero sus personajes son ficticios.