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En Quito se instauró el 'placer' callejero... a la fuerza
Las trabajadoras sexuales que estaban en cabarés ahora se buscan la vida en las calzadas. Se exponen a todo, pero no tienen más opción.
La medianoche del 16 de marzo, Leidy recibió una noticia que cambiaría su forma de trabajo. El dueño del cabaré del que formaba parte le anunciaba que el local cerraría debido a la emergencia sanitaria y que en algún momento la llamaría... Ocho meses después, la sexoservidora, nacida en Venezuela hace 45 años, busca las sombras bajo las paredes de la calle De Los Arupos en la zona industrial de Carcelén, norte de Quito.
Usa jeans, tacones y pupera. Algunos hombres que pasean por allí se detienen: “¿Cuánto cobras?”, le preguntan. Otros solo la miran... como Leidy, otras trabajadoras sexuales debieron dejar la ‘comodidad’ de un night club –quizás limpio, quizás seguro– y volcarse a las calles, donde ahora, aunque expuestas, consiguen dinero para llevar un plato de comida a sus familias.
Con cinco hijos que alimentar, la extranjera sorteó la pandemia durante cuatro meses con todos los ahorros que tenía. Pero el bolsillo no dio más. Junto a otras 16 compañeras acordaron trabajar cerca del ‘chongo’ que cerró. En las calles. Eso sí, una separada de la otra, marcando territorio. ¡Sin peleas por clientes! Y así lo han hecho. Pero de baby dolls y bragas ajustaditas ni hablar.
Desde entonces las veredas se han convertido en sus pasarelas, pero con muchísimas diferencias: no hay luces, sino sol y lluvia; no hay música, sino pitos de autos; no hay guardias que vigilan los ingresos, no hay baños, no hay sillones, no hay nada. Solo calle. Y miedo, tal vez.
Hoy, Leidy valora algo que antes parecía tan sencillo: un lugar para sentarse y descansar. Dice que aprovecha el momento cuando almuerza. La maleta en la que cargaba su ropa ahora es solo una carterita porque ya no tiene un casillero.
Pero hay algo que ha cambiado muchísimo más: el trato al cliente. Y, por supuesto, la tarifa. Si antes pasaban a una habitación del mismo cabaré, ahora buscan un motel, a veces caminando y otra en carro. Es cuando la sexoservidora aprovecha para usar el baño. “Antes nos pagaban 12 dólares y solo entregábamos 3 al night club. Hoy cobramos 15, pero gastamos 5 en el motel”, lamenta.
No queda más. “A mujeres de mi edad no nos dan muchas oportunidades laborales”, asiente Leidy.
Cambió el ambiente
Las calles de Carcelén no son las únicas a las que las sexoservidoras han debido recurrir. La representante legal de la Asociación Prodefensa de la Mujer (Asoprodemu), Natalia Valverde, asegura que en Quito hay otras siete calzadas ocupadas por las trabajadoras sexuales que se han quedado sin ‘chamba’ en los ‘chongos’.
Como la Bolivia, en el centro-norte de la ciudad. Antes de la pandemia, en esta angosta avenida el movimiento era solo nocturno, ahora hay unas 60 mujeres que se confunden entre los transeúntes con la luz del día.
“Nosotras nos exponemos a muchas cosas, a que nos roben, por ejemplo”, suelta Alexandra –34 años, delgada, ojos verdes–. Ella, quien debe mantener a dos hijos, sabía que si algo pasaba dentro de un cabaré, los guardias la cuidarían. El tiempo perfecto se agotó. “Nosotras vamos a hostales. El dueño, por más buena gente que sea, no querría meterse en líos”, comenta.
Están más indefensas que antes. Y hay un desenfreno por la supervivencia. Si un cliente no paga, las chicas no denunciarían. “No se atreverían a decirles a los jueces que no les pagaron”, dice Valverde, quien estima que actualmente existen unas mil sexoservidoras trabajando en la calle, solo en Quito. Y por eso quizás esa ira se vuelca sobre ellas mismas. Si una llega sin permiso a un sitio que no le corresponde, seguro la insultarían y la alejarían del territorio.
El lado positivo
Que hay más desventajas que ventajas es cierto. Pero, al menos, en la calle tienen muchos más clientes. Lo asegura Lucía, una trabajadora sexual de Guamaní, sur capitalino, otro de los puntos del placer callejero identificados tras la emergencia sanitaria.
Sí ha lidiado con los moradores. Le han tirado hasta agua para que se marche del lugar. Pero no tiene otra opción. Le mira el lado positivo. En la calle atiende hasta siete clientes en el día, en el cabaré solo ‘complacía’ de tres a cuatro. Ya no se desviste en la pista. No comparte con borrachos. No tiene horarios. Llega y se va cuando quiere. Una dicha de la que muchas se asombran.