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En Quito: ¡Se ganó la vida entre bombazos!
Rosa María Ortega, de 76 años, aguantó los días más duros del paro nacional. Permaneció en una esquina de la calle Patria, donde ha armado su puesto los últimos 20 años. ¡Ni el gas lacrimógeno la detuvo!
Rosa María Ortega se encogió en una esquina de la avenida Patria. Ni la neblina de los gases lacrimógenos ni el estallido de las bombas durante los días más duros del paro nacional hicieron huir a la mujer, de 76 años, de ese lugar.
“¿Qué me hago en la casa? Tengo que comer, yo no pido caridad. Mientras tenga estas dos manos, yo voy a trabajar”, dijo una de las mañanas en la que la lucha entre civiles y fuerza pública se tornó violenta.
Un cochecito con ruedas -de esos que se usan para hacer compras- es su puesto de trabajo. Lo ha sido por más de 20 años.
En la intersección de esa avenida con la calle Juan León Mera, y epicentro de las manifestaciones, todos la conocen.
Es la señito que vende la ropa para ‘Barbie’. No lo hace siempre. Cuando la crisis se agudiza o ‘llueven’ las balas, ella guarda con cuidado los vestiditos de lana y encaje y le da un giro al pequeño negocio. “También vendo tabacos y caramelos, especialmente ahora que esto se ve como un campo de batalla. Ahorita, ¿quién me va a comprar la ropita de las muñecas?”, cuestionó esa mañana.
A pocos metros de Rosa María había una muralla metálica y alambres de púas para custodiar el edificio de la Fiscalía, que fue vandalizado el pasado 22 de junio durante el paro.
Ese escenario se repetía a cada paso, pero ella parecía ni notarlo. Ensimismada en sus botes de caramelos de leche y tamarindo, dejaba lista la mercadería hasta la llegada de los comensales.
Un acto de nobleza
Esa mujer que llegó de Ipiales (Colombia) cuando tenía 5 años, sin siquiera un par de zapatos, no le mezquinaba una golosina a nadie.
“Yo le pido a mi Dios que les cuide a todos. A los policías, a los indígenas, a los militares, a ustedes, los periodistas. Le ruego a mi Padre Santo que los proteja”, oraba la mujer, mientras curiosa miraba la cámara de fotos de EXTRA.
Desde que la pandemia la obligó a usar un tapabocas, Ortega aprendió a ‘sonreír’ con la mirada, sobre todo a esos ángeles con los que se topa en su camino.
“Muchachos buenos como ustedes que me acompañan a la casa para que no me roben, que se preocupan por mí para que no me quede hasta tan tarde, que cuando empezó el paro me decían: ¡Rosita, cuidarase!”.
Y ella lo hacía. Era cautelosa. Cuando el humo aumentaba, Rosa María guardaba las golosinas y cigarrillos e iniciaba su caminata hacia el barrio La Tola, en el centro de Quito.
Ya en casa se ponía candado. Siente que la violencia le ‘respira’ cerquita y está juntando algo de dinero para dejar ese cuarto en el que, cada noche, unos vándalos le patean la puerta...
¡Se sacudieron el miedo!
Miguel Ángel Tibiano se ‘sacudió’ el temor de las violentas protestas en la calle Tarqui, centro-norte de Quito, los últimos días del paro para seguir con su oficio como comerciante. Con recelo llegó hasta ese punto de la capital a ofrecer sus granizados a los marchantes.
“Tengo familia que vino de Bolívar, Salinas y Guaranda para apoyar las movilizaciones. Luchar por un futuro mejor, no es lo mismo que vandalizar”, aclaró el vendedor. No salir de casa le representaba 15 dólares diarios menos a la economía del hogar.
A Gladys Llumitaxi, los precios de los productos le ‘jodieron’ el negocio. Un carrito de cevichochos con el que se paseaba por esa zona y que le ayuda a mantener a sus dos hijos pequeños.
Durante las protestas sentía miedo de que la agredieran o que le robaran el puestito. Sin embargo, aquel temor no era comparable con el que sentía al pensar que sus niños pudieran ir a la cama sin comer.