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En el 'punto ciego' del 'cazador'
En San José de Caleras, en Cayambe, conocen poco del COVID, sí saben que hay una “enfermedad peligrosa”, como el lobo más feroz, que los puede matar.
En los lejanos páramos del Cayambe se descubre, entre árboles de papel y eucaliptos, una pequeñísima comunidad llamada San José de Caleras. La temperatura allí alcanza los seis grados centígrados. El viento gélido golpea los tímpanos como un huracán. Y sobre los pastizales que devoran la tierra húmeda, tres niñas –mejillas rojizas, cabello lacio– juegan con una muñeca desmembrada.
En esas lomas, a casi 4.000 metros de altura, habitan unos 25 comuneros que poco conocen del coronavirus y de la pandemia. Sí saben que afuera hay un ‘lobo feroz’ que los puede ‘cazar’. Y ahora el campo es su mejor defensa…
De una pequeña casa aparece Martha Imbaquingo, nacida en la comunidad hace 23 años. Su padre, Carlos, deja atrás las labores de agricultura y llega al encuentro. Los dos –forrados con chompas gordas– hablarán sobre una “enfermedad peligrosa” que a menos de dos horas de viaje, en la ciudad de Cayambe, provincia de Pichincha, ha matado a cuatro personas.
Para llegar a San José de Caleras hay que tomar un camino flanqueado por arbustos, vacas y borregos… Adentrarse en esa angosta senda, que en algunos tramos se vuelve lodosa, no es tan fácil. Por eso, Luis Aguirre, un cayambeño conocedor de esas tierras, se embarca con este equipo para convertirse, más que en un guía, en un ‘GPS’.
El viaje es largo
Primero se debe cruzar por La Loma, en la parroquia de Juan Montalvo, donde un estricto control artesanal detiene la marcha del vehículo. Después de rociar el carro con algún líquido, un joven deja caer sobre los adoquines una cuerda que habilita el paso hacia la ruta del Nevado de Cayambe. No será el único. A unos kilómetros, en el túnel de El Hato, un letrero advierte: “¡Atención! Proibido el ingreso de personas no autorizadas por la salud”. (sic).
El guardián de ese segundo control, Carlos Farinango, con 61 años y nativo de la comunidad El Verde, se resiste a abrir paso. Lo piensa. Y acepta… luego cuenta que donde él vive no hay contagiados. Que pertenece a la Comunidad Indígena de Juan Montalvo. Y que está allí para evitar que el ‘lobo’ entre en los predios recelosamente protegidos.
El camino continúa… Hay que subir, descender, volver a subir. Las llantas del vehículo resbalan en el fango húmedo. El sol roza las colinas. Hay ventiscas. Y Luis, el ‘GPS’ humano, habla de la fe. Dice que en 120 días no ha visitado las faldas del Cayambe. De fondo suena –en la emisora que funciona– ‘La vida es un carnaval’, de Celia Cruz…
De pronto, montado en un caballo, aparece Segundo Farinango. Con 56 años, va sin mascarilla. No tiene alcohol. Y no se preocupa, porque del COVID sabe que es una “enfermedad” por la que debió aislarse y que al páramo no ha llegado. Junto a él va Mario…
Más adelante, en la comunidad de El Verde, Blanca Quishpe lamenta no poder salir a la ciudad. Dice que un día los buses, que hasta aquel sitio sí llegaban a las 05:50, a las 15:00 y a las 18:00, dejaron de pasar. La “gripe contagiosa” los ahuyentó.
Es mediodía. El sol ha endurecido el fango y, según Luis el ‘GPS’, el vehículo todavía puede avanzar hacia el objetivo. Hay el riesgo de que una llovizna ensuavice otra vez la tierra y las llantas terminen girando sin dirección… No pasa. “Es la fe”, insiste el hombre.
Entonces, cuando el camino parece terminar, se desvela San José de Caleras, y quienes dan la bienvenida son las tres niñitas que dejando a un lado su muñeca desmembrada corren hacia Luis. Él reacciona. “¡No se acerquen!”, espeta. Y las pequeñas no entiende por qué… él sí. En Cayambe, donde vive, hay 105 casos positivos. Y debe protegerlas.
Bajando por una trocha se encuentra la casa de Carlos y Martha Imbaquingo. Padre e hija. Ella cuenta que la “enfermedad peligrosa” no ha permitido que se aleje de los campos. Ya son tres meses desde que no “baja” a la ciudad. Quizás añore esos momentos. Pero sabe que se puede contagiar. Mucho se ha enterado a través de una vieja y polvorienta radio que guarda en la cocina. No hay televisión. Tampoco señal de celular. Su tiempo lo destina a ordeñar vacas en la madrugada, a desayunar leche con pan, y a cuidar a los animales, como muchos allí.
Guía
No tiene miedo. Pero reconoce que ella y los demás comuneros son vulnerables. Su papá –y también vicepresidente de San José de Caleras–, Carlos, se pregunta: “¿Puede (el virus) venir en el viento?”. Y enseguida dirige la conversación a lo que él sí conoce bien: la agricultura. Siembra cebada, papas, habas… cuida el potrero. Se muestra más optimista. Se siente “libre” de la enfermedad. Dichoso en un momento en el que el mundo llora la muerte de 523.000 personas.
A lo lejos, subiendo por una ladera, aparece Carmen Iguago. Ella, en cambio, sí ha debido ir a Quito para abastecerse de los medicamentos que su hijo con toxoplasmosis cerebral necesita. Paga al menos 50 dólares el viaje, en el que aprovecha para llevar, a sus otros hijos, mellocos, leche. Sus nietas son las tres pequeñitas que juegan afuera de una casa de bloques. Sentada en una cama junto a la imagen de una Virgen, Carmen se despide. No sin antes recordar que afuera el “riesgo” está latente. Empieza a llover y es hora de regresar...
Acceso a la salud
En mayo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) lanzó una advertencia a los Estados sobre la situación de especial vulnerabilidad frente al COVID-19 en la que se encuentran las comunidades indígenas, sobre todo aquellos en aislamiento. Y resaltó la necesidad de elaborar respuestas específicas para este colectivo, que sean respetuosas de su cosmovisión y diversidad cultural.
Leonardo Torres, director de la Unidad de Gestión de Riesgos del Municipio de Cayambe, aseguró que se han dado charlas en las comunidades de la parroquia Juan Montalvo, aunque aún está pendiente la de San José de Caleras, la última. Desde el Distrito de Salud de Cayambe señalan que los habitantes sí cuentan con un centro de salud, al que pueden acudir si presentaran algún síntoma. O también el Hospital Básico de Cayambe, a varios kilómetros de esas parroquias, donde no se ha registrado un colapso en la atención. Pero en este no cuentan con una Unidad de Cuidados Intensivos, y por eso los enfermos graves deben ser llevados a Quito. Aún más lejos.