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Óscar Pérez, el embellecedor de muertos
Por cada domicilio, el tanatólogo cobra entre $50 o $60, dependiendo de qué tanto trabajo toque hacerle al cuerpo.
Óscar Pérez está sentado a las afueras de la sala de tanatopraxia. Por la cama de mármol color gris con puntos negros han pasado infinidad de cuerpos inertes por causa natural; otros baleados y algunos tantos deformados.
Cada uno de estos ha sido cuidado con gran esmero por parte de este embellecedor de muertos. Sus manos se han encargado de hacer llegar el formol a cada rincón del cadáver, dibujarles una sonrisa y decorar su piel para su adiós.
Así han transcurrido los últimos 16 años de Pérez, quien ahora tiene 30. Casi la mitad de su vida sus manos han tocado aquellos bultos fríos que alguna vez amaron a alguna persona. Sin embargo, de todo ese tiempo, solo no ha podido embellecer un caso.
-Vi a mi abuela en el cofre y no pude ponerla sobre la camilla. Le dije a mi tía (dueña de la funeraria) que no iba a poder tocarla ni hacer mi trabajo. Simplemente no pude- dice Óscar, quien está vestido con una camisa azul manga larga. Sus manos, tan importantes para su labor, se mueven con cada palabra intentando encontrar una explicación. No la hay. Al final solo se queda en silencio por unos segundos, con una sonrisa de decepción.
Luego de levantarse y avanzar por el pasillo, llega al pequeño cuarto donde está la cama de mármol. Encima solo está la caja de herramientas con las que trabaja. Para recordar, en ocasiones, es necesario cerrar los ojos. Cuando lo hace, Óscar vuelve al 18 de diciembre de 2020.
Esa mañana, sobre las 08:00, recibió una llamada de su hermano que le anunciaba la muerte de su abuela materna Abigail Jiménez. Su deceso fue natural, a los casi 100 años.
El proceso fue como el de cualquier otro muerto. Un carro de la funeraria Terán Jiménez fue hasta el lugar donde falleció la persona, los trabajadores la ponen en un cofre y llevan el ‘domicilio’, como le dice el tanatólogo a los cadáveres, al local ubicado en las calles Baquerizo Moreno y Juan Montalvo.
Este proceso suele tardar aproximadamente hora y media cuando es por causa natural. Al llegar a la funeraria llevan el ataúd hasta la sala de tanatopraxia. Ahí, frente a la cama, ponen el cofre sobre un soporte a la altura de la cintura. Luego lo abren y pasan el cuerpo a la cama.
“Cuando me quedé a solas con mi abuela no podía hacer mi trabajo. Ella fue como mi segunda madre. Mi compañero tuvo que arreglarla”, recuerda.
Una vida cerca a la muerte
La primera vez que Óscar vio una persona muerta fue a los 15 años. Rememora con claridad que fue una mujer indígena de unos 70 años, de piel trigueña y arrugada, que perdió la vida por la picadura de una culebra.
-Tenía la piel morada por la picadura. Me dijeron que ayudara a ponerla en la caja y no pude. Me dio miedo- dice.
Fue la primera y única vez que le tuvo miedo a un muerto. Esa noche no tuvo pesadillas, como las tendría cualquier otro adolescente. Alguien de esa misma edad estaría pensando que el primer beso no se olvida. Óscar, por su parte, pensaría que el primer muerto tampoco puede olvidarse.
En ese tiempo, después del colegio, Óscar solía ir a la morgue del cerro del Carmen, donde llevaban a los fallecidos por accidentes de tránsito. “El doctor Román me decía que aprendiera para mi futuro. Detalladamente me mostraba las lesiones. Me gustaba cómo me lo explicaba y desde ahí me fui guiando por la anatomía”, dice.
Lo primero que se debe aprender para embellecer un muerto es la anatomía del cuerpo. De esta manera se busca que el profesional sea capaz de reparar cualquier tipo de herida con la que llegue la persona, dado que el fallecido no puede supurar ningún tipo de líquido durante la velación.
Cuando es muerte violenta son los casos más difíciles. Una vez, recuerda, llegó el cadáver de un hombre con 17 impactos de bala. Cada una de las heridas tuvo que ser cerrada, pero cuando los proyectiles dan en la cara es aún más complicado.
“Eso les daña los ojos, la frente, la nariz, la boca. Todo lo tenemos que reconstruir con algodón y es un proceso muy largo”, comenta.
Semanalmente llegan entre siete a ocho casos por muertes violentas, mientras que naturales tiene un promedio de 20.
Con cada muerto el máximo de tiempo que tarda en arreglarlos son unos 40 minutos, pero eso puede variar de qué tan dañada llegue la persona. Por ejemplo, si es una muerte violenta, puede demorarse entre 60 a 90 minutos.
Finalmente, uno de los últimos pasos es hacer cortes en la parte interior de la pierna para buscar la vena femoral.
“Esta vena recorre todo el cuerpo y así el formol puede llegar a todo el organismo. Todo el químico tarda unos 20 o 25 minutos en invadir el cuerpo”, explica. Además, los casos que más lo marcan son de bebés, niños o niñas.
Por este trabajo, dependiendo de la complejidad, Pérez cobra entre $ 50 y $ 60.
Última imagen
La última imagen que tienen las personas antes de morir suelen quedar grabadas en sus rostros. Cuando es por causa natural y son personas de avanzada edad, llegan con rastros de una sonrisa, tranquilidad o paz.
“A veces escuchas de los familiares cómo fueron sus últimos momentos y que cuando la persona agonizaba estaba rodeada de sus seres y normalmente se nota que pudieron descansar tranquilamente”, comenta.
Pero ese último instante no necesariamente es bueno y más en la Zona 8, conformada por Durán, Guayaquil y Samborondón, donde han transcurrido 1.301 muertes violentas en 2022.
Esos cadáveres, por lo general, llegan con la boca abierta y sus ojos humedecidos por lágrimas. “Hay mucho del último instante de vida en la cara. Estas personas, cuando mueren así, llegan con el rostro lleno de angustia y dolor, como cuando uno se levanta en la mañana por un calambre”, concluye.