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Él, al filo de la cama, revive los momentos de su juventud. Muestra una fotografía de cuando era joven.Karina Defas

¡Las fábulas del 'Vecino juventud'!

Un exsoldado relata sus travesías y cómo terminó en una ‘mediagüita’ de Pueblo Unido, sur de Quito. Evadió al coronavirus y a sus 89 años aún sonríe.

El vecindario donde reside Héctor Cepeda se llama Pueblo Unido y, sin embargo, la soledad es su fiel compañera. Con 89 años y encerrado en una casa –ladrillos, techo de lata–, el hombre ha sobrevivido al destierro. Al olvido. Al silencio. Al coronavirus. Y sonríe, aun sin dentadura. Sus arrugas profundas marcan su frente. Son las huellas de la experiencia y la valentía. Porque aquel anciano, flaco y desgarbado, guarda una historia que más bien parece la novela que escribió Ernest Hemingway en 1952 y que se tituló ‘El Viejo y el Mar’.

Miércoles, 14:30. El cielo quiteño parece despejado, pero esa engañosa calma augura un fuerte aguacero. Desde Pueblo Unido, situado en una loma, se aprecia el sur de la ciudad y, de frente, las montañas del occidente. En aquel barrio, con vista mágica, hay muchísimas casas, unas son de tres pisos y cemento, otras de uno y destartaladas, como la ‘mediagüita’ de Héctor, rodeada de hierba que ha crecido hasta la rodilla y tierra maciza. Entonces, y solo tras tocar repetidamente la puerta metálica y con vidrio esmerilado, aparece nuestro protagonista: don Héctor, o mejor dicho el ‘Vecino juventud’, llamado así por quienes residen cerca. Quizás por esa alma joven que exhibirá más adelante.

En su mente...
Escapó de las garras de un felino, estuvo a punto de comprometerse con una nativa del Oriente, dice que la CIA lo persigue...

No es el primer encuentro con EXTRA. En abril pasado, el adulto mayor fue noticia porque sus vecinos hicieron viral un video en el que él pedía ayuda. Fue entonces cuando contó que hacía mucho tiempo había sido un soldado de las Fuerzas Armadas y que, pese a la emergencia sanitaria, mantenía intacto su coraje. Ocho meses después, Héctor, como ‘el viejo y el mar’, ha peleado no con un pez enorme en el océano, sino contra una pandemia de la que, al menos en 2020, ha salido invicto. ¡Viento en popa!

“Pasen, pasen... a la mesa”, dice Héctor, encorvado, 1,50 metros, unos 45 kilos, con un saco de lana gruesa y un pantalón de tela desgastadísimo.

Huele a humedad. A comida rancia. A soledad.

Sentado en una silla plástica, nos presenta primero a su perrita Linda. “Se apellida Flor”, endilga mientras la French Poodle –blanca, con motas, sucia– se acomoda en sus piernas, como si quisiera protegerlo de los intrusos. Entonces –solo entonces– suelta con disciplina militar: “Soy Héctor Alfredo Cepeda Pazmiño, nací el 17 de junio de 1931 en Guaranda. Y fui un soldado”. Punto.

Desde su vivienda se puede apreciar el sur de Quito. En la foto, el hombre carga a Linda Flor.Karina Defas

El anciano
recibió un donativo por parte del Gobierno en medio de la pandemia. Además, los vecinos lo ayudaban con víveres y ropa.

Memorias

Desde el comedor se ve, en su dormitorio y sobre un televisor antiguo y polvoriento, la única fotografía blanco y negro de cuando era joven: peinado hacia un lado, piel clara, nariz fina, ojos oscuros. [Es la imagen de su rostro que se clava en mi mente para asociarla a las historias que contará].

Al poco tiempo de ingresar en el Ejército, Héctor fue enviado al Cuyabeno, en el Oriente. Una vez, mientras caminaba con uno de sus colegas en medio de la selva, escucharon –de repente– un tambor. Su compañero, que hablaba las lenguas de las comunidades amazónicas, se acercó para pedir comida, pues días antes la corriente del río Aguarico se les había llevado los víveres.

Sin saberlo, los dos cayeron en una celebración indígena con mujeres y chicha masticada. “Bailé con una nativa, ella tenía 18 años y yo 20. Ella estaba en ‘pepas’ (desnuda)”, recuerda. Lo que él no conocía es que, entre las creencias de la tribu, el hombre que danzaba con una chica se había comprometido tácitamente. Cuando lo supo, y al puro estilo militar, diseñó un plan. Ella quiso darle más chicha y él se hizo el dormido (ebrio). Con ira, la joven le regó la bebida en la cara y se fue, no sin antes decirle con un estropeado español: “¡Hombre blanco no sirve para marido!”.

Termina el relato con una carcajada. Parece que aquellos momentos que vivió hace siete décadas continúan alimentando su alma. Hay otros, en cambio, que lo entristecen, como cuando su padre lo subió en un camión cargado de naranjas y balsapamba y lo internó a los cinco años en un Hogar de Protección Social, en Machachi, Pichincha. Allí pasó su infancia. Sintió el hambre por primera vez. Rogaba por un poco de pinol de sus compañeros –sus padres sí les iban a dejar comida–. Se hizo pastor ovejero. Aprendió a herrar caballos. Aprendió a estar solo...

Un día su papá llegó a verlo. Y él se escondió.

“Tu taita está aquí, ¿por qué no quieres saludarlo?”, le preguntó el inspector.

— “Ese señor está equivocado”, le respondió Héctor.

— “¿Por qué dices eso?”, le increpó el mismo inspector.

— “Porque un padre no abandona a sus hijos”.

Algunos habitantes del vecindario conocen a Héctor y destacan de él su habilidad para contar las historias de su vida.

Más anécdotas

En su dormitorio tiene un diploma que certifica que estudió en un instituto de Estados Unidos.Karina Defas

Ya de adulto, y como un soldado, el hombre fue tejiendo las anécdotas que aún guarda en su memoria. Como una noche de luna llena cuando un felino lo olisqueó de pies a cabeza mientras él intentaba dormir en la selva. El animal acercó su hocico a su cara. “Apestaba a carne podrida”. Uno de sus colegas le susurró: “Quédate quieto”. Y él solo atinó a mantenerse inmóvil, temblando de miedo. Hoy cuenta que si la bestia no lo devoró fue porque no tenía hambre.

Más tarde, Héctor fue transferido a Guayaquil, donde vivió sus últimos años como comando. Un telegrama acabó con su carrera.

Su hermana Clemencia le escribió un día para decirle que a su madre le había dado un derrame cerebral. Él intentó pedir permiso para ir a verla, pero su superior le respondió que “no”, que no se comportara como un “vago sinvergüenza”. Sin tener otra opción, renunció para ir detrás de su mamá. Años después ella murió y él viajó a Quito.

Para entonces, Héctor ya había aprendido muchas cosas más, como radio, televisión y electrónica “mediante correspondencia” en una institución de Los Ángeles, Estados Unidos. Aquel diploma está colgado en la pared de ladrillo de su dormitorio. Lo exhibe como si fuera su mayor tesoro.

— “Soy el hombre de los siete oficios y las 14 necesidades”, dice bromeando.

Héctor aseguró que fue él mismo quien construyó su casita en aquel terreno.

No tuvo hijos porque asegura que es estéril. Su hermana Clemencia falleció. De su otro hermano, Efraín, casi no habla. Tiene sobrinas, pero no lo visitan. Nadie lo visita. El radio que tiene junto a un velador de madera viejo lo acompaña todos los días y a todas horas, además de Linda Flor, que no se le despega ni siquiera cuando va al baño.

Durante la pandemia ha evitado salir. Tiene miedo. Aunque sí va a la tienda en las mañanas para comprar pan y leche. Y cuando no llueve, saca a pasear a su perrita. Además, los pillos no lo dejan en paz. Una vez lo drogaron y le robaron. En otra se le llevaron una lavadora que le habían donado. No está seguro.

Apostado en el filo de su cama –cobijas viejas, húmedas– pide que no lo dejen solo. Cuenta nuevamente las mismas historias. Habla de que la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos lo persigue. De que su padre está enterrado en el cementerio de El Batán, en Quito, donde él también tiene un nicho asegurado. De que le gustaría conocer a una chica. De que la carne de conejo es buenísima para la impotencia. Y con lágrimas, tras recibir un pollo asado –obsequio de EXTRA–, se despide desde la puerta de su casa: “Vuelvan pronto”. A este exsoldado de corazón no le hace falta un fusil para sobrevivir, sino viejos recuerdos que son dignos de una novela de esperanza y valor. ¡Salud, don Héctor!

ESTADÍSTICAS
Según el COE Provincial, con cifras del Ministerio de Salud, en Pichincha se reportaron 74.937 casos positivos de coronavirus (hasta el 30 de diciembre). De ese número, el 11,48% corresponde a personas de más de 65 años, es decir 8.602 infectados.