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Las 'comemuertos' llegan al teatro en una tragicomedia
Un grupo de artistas convirtieron una leyenda urbana capitalina de dos antropófogas en una obra que gira en torno a risas, llantos e intrigas
Profanan la tumba. Arrancan un cadáver de las telas ensangrentadas del ataúd. Un olor nauseabundo rápidamente se disipa con la frescura de la madrugada. Muerte. Hay muerte por todos lados. Entonces, las dos mujeres, vestidas de negro, se excitan. Inhalan el placer putrefacto. Y sigilosas, en la oscuridad más absoluta del cementerio de San Diego, centro de Quito, empiezan el desagradable festín.
Un bocado de muslo. Un bocado de brazo. Un bocado de corazón… Devoran el cuerpo. Y saciadas, las dos escapan ante los cientos de testigos inertes. Fríos. Descompuestos… Son las vampiresas de San Diego, bautizadas como Margarita y Azucena. Y esta noche ‘comerán muerto’ sobre las tablas del Pabellón de las Artes.
Dos horas antes del ‘sangriento banquete’, en un angosto y caluroso camerino, los cinco actores de Warmillas se preparan para darle vida a la muerte. Para presentar una obra de teatro, sacada de una leyenda, que les tomó seis meses de preparación y que, como última pieza del Festival Encender, expondrá una tragicomedia picante y satírica: Las Antropófagas. A continuación…
DETRÁS DEL TELÓN
Sábado, 17:15. Margarita aún no es Margarita. Es Kataleya, una artista drag queen que esta noche se transformará en caníbal. Pero nadie sabe… aún. Abre una caja donde guarda decenas de brochas, sombras, un tubo de goma lila, labiales y un espejo pequeñísimo con marco azul en el que se mira. Se maquilla con precisión y va tomando la forma de una de las antropófagas.
Mientras tanto, cuenta la historia de una vendedora de fritada en Otavalo. “Mataba borrachos, los colgaba como lo hacen con los cerdos y luego los freía”. Hasta que una niña la descubrió. “Dicen que es leyenda, quién sabe”, asiente. Enseguida resume la noticia de una mujer que preparaba encebollados con un fémur en un restaurante quiteño. “¡Eso le da picor!”, suelta alguien en el camerino. Y todos ríen.
Pero las risas terminan cuando recuerdan que un hombre sí comía muertos. En 2022 se popularizó en Netflix la serie de Jeffry Dahmer, un estadounidense que, entre 1978 y 1991, mató de forma cruel a 17 hombres -en su mayoría homosexuales-, para luego tragar sus partes. Escalofriante, pero real.
Son las 18:15. Azucena aún no es Azucena. Es Valeria Pérez, una realizadora audiovisual que acumula 18 años de experiencia en el teatro. Ella encarnará a la otra antropófaga. Pero nadie sabe… aún. Corretea con un vestido que parece sacado de un antiguo baúl quiteño. Se detiene frente a un espejo empotrado en la pared. Dibuja unas cejas irreales. Pinta sus labios. Se perfila la nariz…
A su lado, Carlos Proaño, otro actor, se prepara para convertirse en el señorito Cristóbal. Con un terno brillante y plateado, cuenta que en la obra es un hombre mimado de su mamá que caerá en las redes de un ‘amor carnal’. “¡Ya lo verán!”, advierte sin dar más detalles.
En el camerino también se alistan Bella LaRose y Dakira Bri, dos drag queens con amplia trayectoria que son parte de esta sórdida tragicomedia. La primera será Beatriz, una suegra curuchupa, metiche y racista. La segunda, en cambio, tendrá dos papeles: doña Hortencia, la abuela malvada, y Juanita, la fea sirvienta.
Bella LaRose ha tardado cuatro horas en maquillarse, ensanchar sus caderas, pegarse uñas y entrar en una especie de leotardo que parece adherido a su piel. Entre risas, cuenta que hubo ocasiones en las que, al salir de su casa con la vestimenta, se ha topado con verdaderas suegras. “¡Me han echado agua bendita!”, revela.
“Es irónico representar a una suegra curuchupa. Pero más irónico es que una drag asuma, en el teatro, el papel de una suegra curuchupa”, agrega con una risa macabra.
“¡Dakira!, tú eres la primera en salir y no estás lista”, grita Kataleya. Diestra en usar una brocha para delinear sus ojos, Dakira se apresura. “Ser drag en Ecuador es una experiencia muy grande, porque obliga a crearte tu propio estilo”, señala mientras se da los últimos toques. La gente empieza a ocupar las butacas. En el camerino todos se callan. Llega el momento de salir. A continuación…
LA OBRA
Son las 19:15. Suena de fondo ‘I will survive’. De pronto se apagan las luces. La música. Hay silencio. Entonces, aparece doña Hortencia, una vieja decrépita y borracha que sufrió el maltrato de su esposo. “¡Vino tu abuelo y me clavóóó ocho hijos!”, reprocha al aire. “Este mundo es una desgracia. Y vivir es un tormento. ¡Tú eres mi tormento!”, replica con dolor. Ira. Molestia.
Poco después, Beatriz, la suegra curuchupa, se adueña del escenario.
“¿Les gusta mi vestido?”, pregunta al público.
La gente susurra: mmm, sí, no, sí, no.
“¡Hipócritas! Hablen durito, pues, para otra cosa sí han de abrir la boca”, exclama. Y todos sueltan una carcajada.
¡Taca, taca, taca! Los zapatos de Juanita, la sirvienta, martillan las tablas. Entra y se detiene al lado de Beatriz, quien enseguida arremete contra ella: “La próxima aparece silbando, porque eres brusquita de aspecto”. Y todos, otra vez, ríen sin parar.
Inmediatamente, empiezan los chismes. Juanita le cuenta a Beatriz que su hijo, Cristóbal, tiene una relación con una mujer y que, seguramente, contraerá matrimonio. “¡Qué! Sobre mi cadáver lo dejaré acercarse a esa muchacha”, grita.
La obra llega a su clímax. Margarita, la antropófaga, se presenta por primera vez ante el público, que la ovaciona. Empuja un coche y una paila hacia el centro del escenario. Lleva una cabeza de chancho, carne -de quién sabe qué- y maduros. Es fritadera. Cuenta su historia, y solo entonces, entendemos quién es doña Hortencia.
Margarita fue abandonada por su madre. Quedó a cargo de su abuela, Hortencia, quien la vendía a sus compadres y, después, la obligó a casarse con un tipo que la golpeaba. Un día, con el rencor más profundo de su alma, ella le clavó un ‘matachancho’. Y luego empezó a devorarlo. Pero no todo. También lanzó algunas partes a la paila.
Fue así como continuó el legado de Hortencia, vendiendo fritada en un barrio céntrico de la capital. También conoció a Azucena, otra antropófaga, cuya historia es similar. Cuenta, con tristeza, que su tío abusaba de ella. Además, la obliga a cocinar. Recuerda que en aquella época, como no había refrigerador, para que la carne se conservara fresca le echaba sal. Pero no era del agrado del violador.
“Asegúrate de que corra la sangre por la carne”, le insistía el tío cada vez que la muchacha preparaba la comida. Cansada de la violencia, lo degolló. “En ese momento, un placer extraño entró por mi cuerpo. Y empecé a devorarlo”, cuenta con frialdad.
Desde entonces, Margarita y Azucena se volvieron como uña y mugre. O, mejor dicho, como la fritada y la mapahuira. Con el gusto extraño por la carne humana, ambas sabían que no podían matar a la gente, así que debían encontrar una manera de saciar su apetito. Acordaron salir todas las noches al cementerio de San Diego, cercano a sus casas. Nadie sabe aún que ‘comen muertos’.
El desenlace
El señorito Cristóbal se enamora de Azucena. Se casan, pero en la boda, ella no prueba un bocado. Beatriz, la suegra, se pregunta por qué. “Papito, algo tiene tu mujer, no me convence hasta ahora habiendo tanta delicia”, le increpa. Él la ignora. No pasa nada.
Lo peor está por venir. Consumado el ‘matricidio’, todo parecía felicidad. Pero no. Azucena escapaba todas las noches. Él pensaba que ella le era infiel. Una madrugada decidió seguirla. Y llegó al cementerio de San Diego.
Entre las catacumbas, Azucena, acompañada de Margarita, buscaban el mejor muerto. “A este se le mueve el gusano. No”. “Este tampoco, murió con COVID en la pandemia, nos puede hacer daño”. “A este le falta un ojo, seguro perdió la vida en paro”, susurran en la oscuridad. Hasta que eligen uno. Lo tienden sobre una tela, en el escenario, como si se tratara de un pícnic. Y con un hambre voraz, lo devoran.
Cristóbal las descubre. Cae al piso de la impresión. “¡Nos cacharon!”, gritan las antropófagas. Pues el señorito no iba solo. Detrás de él había una turba que, al evidenciar aquel sacrilegio, linchó a las dos caníbales. Las desterraron de Quito porque decían que tenían un pacto con el demonio. Ellas nunca más volvieron. Dicen que es leyenda. Pero, ¿quién sabe?
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