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Esmeraldas: Hijo abandona a su padre para unirse a una banda criminal
El joven se fue de su casa para ser parte del anillo de seguridad de uno de los capos de las estructuras terroristas. Su papá quiere volverlo a ver
Darío tiene 68 años y vive en un barrio conflictivo del sur de Esmeraldas. Hace dos años que no sabe nada de su hijo Andrés, de 22. Él se fue de la casa para unirse a una banda criminal que opera en la ciudad donde el narcotráfico, el secuestro y el asesinato son el pan de cada día.
El adulto mayor relata con angustia y desesperación cómo fue el proceso de desintegración familiar que lo llevó a perder a su hijo, y cómo vive con la incertidumbre de su destino.
Una infancia difícil
Andrés nunca conoció a su madre. Ella lo abandonó cuando él tenía pocos meses de nacido. No recibió su apellido, nunca le dio su amor. Darío lo crio solo, con mucho esfuerzo y sacrificio. Trabajaba como albañil, como jornalero, en lo que fuera. Siempre le decía a su hijo que estudiara, que se esforzara, que fuera un buen hombre.
Andrés era un adolescente inteligente, cariñoso, alegre. Le gustaba jugar fútbol, leer libros, dibujar. Sacaba buenas notas en el colegio y siempre ayudaba a su padre en la casa. Darío estaba orgulloso de su muchacho.
El camino de la perdición
Durante el bachillerato, Andrés se juntó con jóvenes que estaban metidos en la delincuencia. Faltaba a clases, llegaba tarde a casa y respondía de mala manera a su padre. Darío le reclamaba, le suplicaba que dejara esas amistades y que no lo decepcionara.
“No me hacía caso. Me decía que yo no sabía nada, que él tenía que buscarse la vida, que él quería dinero, poder y respeto”.
El joven reprochaba a su padre. Le decía que era un fracasado, un pobretón, un iluso. Aseguraba que no necesitaba estudiar, que tenía otros planes y que iba a ser alguien importante. Darío no sabía cómo ayudarlo. Lloraba y le pedía a Dios que le devolviera a su hijo.
Un día, Andrés no volvió a la casa. Darío lo buscó por todas partes, llamó a sus amigos, a sus profesores, a la policía. Nadie sabía nada. Pasaron semanas, meses, y no había respuesta.
La última conversación
Darío recibió una llamada de un número desconocido. Era una voz fría, dura, distante. Era su hijo Andrés. Le dijo que estaba bien y que no se preocupara. Le contó que estaba en Esmeraldas y que se había unido a una banda delincuencial para ser parte de los cinturones de seguridad de uno de los jefes.
Le anunció que no podía ni quería volver porque esa era su nueva vida. Que se olvidara de él, porque él ya lo había hecho. “No podía creer lo que escuchaba ni aceptar lo que me decía. Le grité, le imploré, le dije que lo amaba, que lo extrañaba”, asegura Darío.
Andrés no respondió y colgó el teléfono.
Desde ese día, el hombre no ha vuelto a saber de él. No sabe si está vivo, herido o preso. Si algún día volverá a verlo, a abrazarlo. O si lo perdió para siempre. Vive con la esperanza de que algún día regrese y se perdonen. Tiene fe de que Dios lo ayude y lo consuele hasta que vuelva.
Los nombres de los protagonistas se cambiaron para proteger su identidad.
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