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Mis Historias Urbanas: Pequeño demonio
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27 de septiembre, 2020
Fue en el año 1996. Yo estaba en el ejército haciendo mi servicio militar, justo un año después del conflicto aquel escrito en la historia del país.
Era diciembre. Habían llegado reportes de que los peruanos tenían presencia en la frontera y movilizaron a mi cuadrilla a Sabanilla.
Se supone que era la guerra lo que había de inquietarme, pero al llegar a la selva fue inevitable la angustia por otro tema, un tema del que uno no habla así no más, porque corre el riesgo de quedar en ridículo o ser paciente de un exorcista.
Había oído yo historias terribles sobre la selva. Historias que entre la gente del ejército cruzan de boca en boca hasta convertirse en verdad. Y una de ellas, la más terrible, era aquella de que, en la espesura del bosque, siempre que te halle solo, de ronda y en la noche, un ser demoníaco de baja estatura rompía la paz con una carcajada.
Llegué a saber que algunos infortunados que tuvieron la desdicha de verlo llegaban a la base aturdidos, como perros rabiosos, con espuma en la boca.
El susto de la tropa era tal, que el rango mayor, consciente de los turbios secretos de la selva, decidió que, esta vez, las rondas nocturnas las hagan dos soldados y no uno. Y, en cambio, aprovecharon el mito para usarlo de castigo.
Y ahí estaba yo esa noche. Castigado por reírme en formación, caminando entre árboles y tierra húmeda, totalmente a oscuras, porque, como estábamos en guerra, debíamos ser cuidadosos con las huellas que dejábamos.
La tarea era buscar a mis compañeros del otro campamento. Nos separaba un tramo de un kilómetro y todo el miedo del mundo.
Consciente de las historias del duende, ya había rezado el rosario tres veces cuando el sonido de las hojas secas cuando son pisadas por tierra me martilló el alma. Venía detrás de mí. Me detuve. Los pasos estaban cada vez más cerca. Respiré profundo y di la vuelta para enfrentarlo cara a cara.
Era una figura pequeña, más negro que el carbón, caminaba al revés, tenía los pies virados hacia atrás, un sombrero grande y unos dientes amarillos y filudos, que dejaba al descubierto durante su macabra carcajada.
Quería disparar mi fusil, pero no pude. Estaba congelado del terror. En ese instante. Más pasos. El duende desapareció. El jefe de tropa había enviado a dos compañeros a verme, por si me encontraban echando espuma. Desde entonces. Ni castigado me metía al bosque
(Gracias a John Michael por compartir su historia)
Se supone que era la guerra lo que había de inquietarme, pero al llegar a la selva fue inevitable la angustia por otro tema, un tema del que uno no habla así no más, porque corre el riesgo de quedar en ridículo o ser paciente de un exorcista.
Había oído yo historias terribles sobre la selva. Historias que entre la gente del ejército cruzan de boca en boca hasta convertirse en verdad. Y una de ellas, la más terrible, era aquella de que, en la espesura del bosque, siempre que te halle solo, de ronda y en la noche, un ser demoníaco de baja estatura rompía la paz con una carcajada.
Llegué a saber que algunos infortunados que tuvieron la desdicha de verlo llegaban a la base aturdidos, como perros rabiosos, con espuma en la boca.
El susto de la tropa era tal, que el rango mayor, consciente de los turbios secretos de la selva, decidió que, esta vez, las rondas nocturnas las hagan dos soldados y no uno. Y, en cambio, aprovecharon el mito para usarlo de castigo.
Y ahí estaba yo esa noche. Castigado por reírme en formación, caminando entre árboles y tierra húmeda, totalmente a oscuras, porque, como estábamos en guerra, debíamos ser cuidadosos con las huellas que dejábamos.
La tarea era buscar a mis compañeros del otro campamento. Nos separaba un tramo de un kilómetro y todo el miedo del mundo.
Consciente de las historias del duende, ya había rezado el rosario tres veces cuando el sonido de las hojas secas cuando son pisadas por tierra me martilló el alma. Venía detrás de mí. Me detuve. Los pasos estaban cada vez más cerca. Respiré profundo y di la vuelta para enfrentarlo cara a cara.
Era una figura pequeña, más negro que el carbón, caminaba al revés, tenía los pies virados hacia atrás, un sombrero grande y unos dientes amarillos y filudos, que dejaba al descubierto durante su macabra carcajada.
Quería disparar mi fusil, pero no pude. Estaba congelado del terror. En ese instante. Más pasos. El duende desapareció. El jefe de tropa había enviado a dos compañeros a verme, por si me encontraban echando espuma. Desde entonces. Ni castigado me metía al bosque
(Gracias a John Michael por compartir su historia)