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Mis Historias Urbanas
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Mis Historias Urbanas: El yerno invisible
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31 de enero, 2021
Cada vez que visitaba a papá en su retiro, luego de muchos años de trabajo, lo encontraba con una sonrisa y una taza de café en la mano. “Es bueno verte, hijita”, me decía con su voz tambaleante de edad y nostalgia, en la mecedora de siempre.
Yo era entonces la mujer que él forjó. Dediqué mi vida por completo a los estudios y me convertí en la primera PHD de toda la facultad, en donde doy clases.
Papá vacilaba mucho antes de tocar el tema más importante que, creía, debía tratar conmigo en cada visita, mi sonada y bien ponderada soltería.
El discursillo empezó a los veinte. “Hija, tú eres guapa e inteligente, quiero verte con un novio guapo e inteligente. Te lo mereces. Dame esa felicidad”.
Yo callé ese día. No es que no quería complacerlo, es que la verdad nunca tuve prisas. Nunca hasta los treinta, que llegué a verlo de nuevo. “Hija, con que te consigas un hombre guapo estás. La inteligencia ya la tienes tú. Te lo mereces. Dame esa felicidad”.
A los cuarenta, el discurso dejaba afuera la desesperación de papá de saberme sola. “Hija, tú eres guapa e inteligente, quiero verte con un novio. No importa cómo sea. Con que te haga feliz tengo bastante. Te lo mereces. Dame esa felicidad”.
Yo reía. Y también lloraba por dentro, porque aunque no creía imprescindible tener un novio, mi papá quería que le presente a cualquier adefesio que se aparezca por allí, solo para poder irse tranquilo. O eso creía yo.
En los últimos días de su vida me mandó a llamar. En lugar de café tenía un suero y en lugar de mecedora, una camilla de hospital. “Ven”, y agarró mi mano y se me fue la vida.
“Hija, tú eres guapa e inteligente. No necesitas nada más en este mundo. Como eres me hiciste feliz y un padre orgulloso. Al diablo con los novios. Te amo”.
Papá se fue en época de frío. He heredado su mecedora y tu taza de café. ¿Y saben qué? Tengo novia. Y sé que papá hubiera sido feliz al saberlo.
Papá vacilaba mucho antes de tocar el tema más importante que, creía, debía tratar conmigo en cada visita, mi sonada y bien ponderada soltería.
El discursillo empezó a los veinte. “Hija, tú eres guapa e inteligente, quiero verte con un novio guapo e inteligente. Te lo mereces. Dame esa felicidad”.
Yo callé ese día. No es que no quería complacerlo, es que la verdad nunca tuve prisas. Nunca hasta los treinta, que llegué a verlo de nuevo. “Hija, con que te consigas un hombre guapo estás. La inteligencia ya la tienes tú. Te lo mereces. Dame esa felicidad”.
A los cuarenta, el discurso dejaba afuera la desesperación de papá de saberme sola. “Hija, tú eres guapa e inteligente, quiero verte con un novio. No importa cómo sea. Con que te haga feliz tengo bastante. Te lo mereces. Dame esa felicidad”.
Yo reía. Y también lloraba por dentro, porque aunque no creía imprescindible tener un novio, mi papá quería que le presente a cualquier adefesio que se aparezca por allí, solo para poder irse tranquilo. O eso creía yo.
En los últimos días de su vida me mandó a llamar. En lugar de café tenía un suero y en lugar de mecedora, una camilla de hospital. “Ven”, y agarró mi mano y se me fue la vida.
“Hija, tú eres guapa e inteligente. No necesitas nada más en este mundo. Como eres me hiciste feliz y un padre orgulloso. Al diablo con los novios. Te amo”.
Papá se fue en época de frío. He heredado su mecedora y tu taza de café. ¿Y saben qué? Tengo novia. Y sé que papá hubiera sido feliz al saberlo.