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Mis Historias Urbanas: Suicida
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18 de octubre, 2020
La soga al hombro y cuesta arriba. Subir a la quebrada toma algo más de cuarenta minutos. Ama este lugar montañoso y costero que hoy lo verá morir.
La quebrada y él tienen una relación espiritual. Es aquí donde llegó hace unos meses, a exiliarse tras un gran error laboral que casi paga con cárcel.
Es aquí, también, donde supo que uno puede de verdad llegar a quedarse sin nada más que uno mismo. Y es aquí donde decidió que no vale la pena seguir.
Por eso esta mañana, cuando se levantó en la cabaña costera que cuida gratis a cambio de techo, después de un suspiro, agarró la soga, se la puso al hombro y empezó a caminar hacia la quebrada, decidido.
En este lugar ha llorado muchas veces. Una, cuando un día no tenía cómo alimentarse y un pescado aterrizó en la orilla. Otra, cuando acostado en la hamaca que colocó en el balcón de la cabaña que cuida recordó a sus hijos, abandonados. Y, la más reciente, ahora mismo, que, ya en terreno plano y al pie de un árbol, sujeta la soga suicida a una rama gruesa.
Piensa en sus hijos otra vez. En el tiempo perdido. Piensa en sus derrotas, sus necesidades. Se siente inútil, un cero a la izquierda que el tiempo opaca hasta casi hacerlo desaparecer. Nada.
Un año de convicto en el cuartel le dio las herramientas necesarias para que nada desate el nudo. Si ha de morir hoy, debe ser de forma rápida, indolora.
El cuello recibe el otro extremo de la soga, como quien ubica una medalla, la medalla de las batallas perdidas.
Listo todo. Ahí va el hombre que se dio por vencido. Fue solo un paso, unos segundos que pasaron tan lento que hicieron que el miedo a morir lo petrifique.
No es tiempo aún, dice la vida. “Ni para matarme sirvo” , dice él. Cae al piso luego de que la rama se rompa. Se ve tirado en la tierra de su quebrada, se ve la soga en el cuello. Y llora, llora como nunca antes, como un ser recién nacido.
Es aquí, también, donde supo que uno puede de verdad llegar a quedarse sin nada más que uno mismo. Y es aquí donde decidió que no vale la pena seguir.
Por eso esta mañana, cuando se levantó en la cabaña costera que cuida gratis a cambio de techo, después de un suspiro, agarró la soga, se la puso al hombro y empezó a caminar hacia la quebrada, decidido.
En este lugar ha llorado muchas veces. Una, cuando un día no tenía cómo alimentarse y un pescado aterrizó en la orilla. Otra, cuando acostado en la hamaca que colocó en el balcón de la cabaña que cuida recordó a sus hijos, abandonados. Y, la más reciente, ahora mismo, que, ya en terreno plano y al pie de un árbol, sujeta la soga suicida a una rama gruesa.
Piensa en sus hijos otra vez. En el tiempo perdido. Piensa en sus derrotas, sus necesidades. Se siente inútil, un cero a la izquierda que el tiempo opaca hasta casi hacerlo desaparecer. Nada.
Un año de convicto en el cuartel le dio las herramientas necesarias para que nada desate el nudo. Si ha de morir hoy, debe ser de forma rápida, indolora.
El cuello recibe el otro extremo de la soga, como quien ubica una medalla, la medalla de las batallas perdidas.
Listo todo. Ahí va el hombre que se dio por vencido. Fue solo un paso, unos segundos que pasaron tan lento que hicieron que el miedo a morir lo petrifique.
No es tiempo aún, dice la vida. “Ni para matarme sirvo” , dice él. Cae al piso luego de que la rama se rompa. Se ve tirado en la tierra de su quebrada, se ve la soga en el cuello. Y llora, llora como nunca antes, como un ser recién nacido.