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Mis Historias Urbanas
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Mis Historias Urbanas: Mis horribles 15
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9 de septiembre, 2018
El día que cumplí quince, mamá estaba en España y papá en Galápagos. Vivía en casa de mis abuelos maternos, en la Primavera 2, de Durán. Era época de Marianita Mendieta, de don Omar cantando ‘Vuelve’ y de Vico C rindiéndole "honor a la verdad, aunque la verdad duela"...
Soy la primera nieta y mi quinceañera levantaba expectativas; pero empezó a desinflar a mis abuelos cuando dije que no usaría vestido. La cosa empeoró cuando en lugar de recepción, alquilé una discoteca en la esquina de la casa, por una tarde.
Sí, mi quinceañera no fue de noche. Era, más bien, una matiné. Mamá llamó en la tarde a preguntar cómo estaba todo. Mi tío me hizo una torta, había muchos bocaditos en la mesa y aún recuerdo a mi abuelo paterno llegar con un ‘bandejómetro’ de hayacas.
Hayacas en mis quince. Tres... cuatro de la tarde. Nadie. Un primo asomó por allí, por pena. Las cosas seguían intactas. Mis amigos, los roqueros con los que paseaba, no fueron. Tampoco mis amigas de la escuela y los del cole, aunque quisieran no podían.
Durán es otro planeta, solían decirme. Me hundía un poco en el concreto oloroso a cerveza de la farra del día anterior por culpa de la vergüenza, hasta que llegó el niño de la preparatoria que era mi novio cuando teníamos cinco años con aquella funda de regalo.
Apagué la fiesta y me fui a abrir mi único obsequio de ese día, emocionada. Era un reloj de pared, de Barcelona, roto atrás y lleno de cucarachas bebés muertas. No, no hubo final feliz.
Sí, mi quinceañera no fue de noche. Era, más bien, una matiné. Mamá llamó en la tarde a preguntar cómo estaba todo. Mi tío me hizo una torta, había muchos bocaditos en la mesa y aún recuerdo a mi abuelo paterno llegar con un ‘bandejómetro’ de hayacas.
Hayacas en mis quince. Tres... cuatro de la tarde. Nadie. Un primo asomó por allí, por pena. Las cosas seguían intactas. Mis amigos, los roqueros con los que paseaba, no fueron. Tampoco mis amigas de la escuela y los del cole, aunque quisieran no podían.
Durán es otro planeta, solían decirme. Me hundía un poco en el concreto oloroso a cerveza de la farra del día anterior por culpa de la vergüenza, hasta que llegó el niño de la preparatoria que era mi novio cuando teníamos cinco años con aquella funda de regalo.
Apagué la fiesta y me fui a abrir mi único obsequio de ese día, emocionada. Era un reloj de pared, de Barcelona, roto atrás y lleno de cucarachas bebés muertas. No, no hubo final feliz.