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Mis Historias Urbanas: Azu
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17 de enero, 2021
Andabas por los treinta y ocho cuando vine a acompañarte a la vida.
Acababas de ver a tu hija convertida en madre y de mí esperabas que sea varón.
Tienes que admitirlo. La peluca sambiruca con la que nací te pudo. Empezaste a quererme desde el primer día. Lo sentí.
Renuente, incluso culpable por haber querido que mejor me echen antes de tiempo, fuiste aflojando tu corazón de peluche, ese que encerrabas hace no mucho bajo un caparazón de mal genio e intolerancia.
Tú y yo siempre fuimos un buen equipo. Recuerdo cuando me entregaste la responsabilidad de ser la mentora de mis hermanos, mientras tú te ocupabas de la casa, y mientras mis padres buscaban, cada cual por su lado, la mejor forma de darnos comodidades que se compran con dinero. A ti te tocó lo más difícil, dar eso que no se puede comprar con nada.
Aunque pensándolo bien eres una máquina de amor, cuidado y entrega incondicional. De alguna manera tu rol en esta existencia se cumple con éxito.
Recuerdo también cómo empezaste a preocuparte cuando el amor golpeaba a mis amores. “No hay nada que te calce”, me decías, brava. Sugiriendo que, como tú, debía yo quedarme con uno para toda la vida. La verdad te admiro por eso.
Respetaste siempre mi individualidad, incluso cuando llegué a tocarte la puerta para que me des posada, cuando mi primer intento de independencia se vio truncado por un despido laboral que me dejó sin piso.
Ahí estaba el espacio de una habitación cómoda, la misma que usé con mis hermanos cuando niños y que tú me enseñaste a limpiar a diario. Yo andaba por los veinte y tú asomabas a los sesenta entonces. Andábamos más unidas que nunca.
Hoy te veo, viejita, y el corazón se me hace chiquito. Ahora lloras por cualquier cosita y te han caído encima los años que nos entregaste. Como siempre estoy y estaré, hasta la eternidad, porque el amor no se acaba y el mejor equipo tampoco. Te amo, mami.
Tienes que admitirlo. La peluca sambiruca con la que nací te pudo. Empezaste a quererme desde el primer día. Lo sentí.
Renuente, incluso culpable por haber querido que mejor me echen antes de tiempo, fuiste aflojando tu corazón de peluche, ese que encerrabas hace no mucho bajo un caparazón de mal genio e intolerancia.
Tú y yo siempre fuimos un buen equipo. Recuerdo cuando me entregaste la responsabilidad de ser la mentora de mis hermanos, mientras tú te ocupabas de la casa, y mientras mis padres buscaban, cada cual por su lado, la mejor forma de darnos comodidades que se compran con dinero. A ti te tocó lo más difícil, dar eso que no se puede comprar con nada.
Aunque pensándolo bien eres una máquina de amor, cuidado y entrega incondicional. De alguna manera tu rol en esta existencia se cumple con éxito.
Recuerdo también cómo empezaste a preocuparte cuando el amor golpeaba a mis amores. “No hay nada que te calce”, me decías, brava. Sugiriendo que, como tú, debía yo quedarme con uno para toda la vida. La verdad te admiro por eso.
Respetaste siempre mi individualidad, incluso cuando llegué a tocarte la puerta para que me des posada, cuando mi primer intento de independencia se vio truncado por un despido laboral que me dejó sin piso.
Ahí estaba el espacio de una habitación cómoda, la misma que usé con mis hermanos cuando niños y que tú me enseñaste a limpiar a diario. Yo andaba por los veinte y tú asomabas a los sesenta entonces. Andábamos más unidas que nunca.
Hoy te veo, viejita, y el corazón se me hace chiquito. Ahora lloras por cualquier cosita y te han caído encima los años que nos entregaste. Como siempre estoy y estaré, hasta la eternidad, porque el amor no se acaba y el mejor equipo tampoco. Te amo, mami.