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El testigo del dolor
Ángelo Rodríguez vende café con empanadas afuera del hospital Pablo Arturo Suárez de Quito. Ha dado fe de diversas tragedias en torno al COVID-19
Ángelo Rodríguez se estremece al recordar a una mujer llorar. Como una niña, la doliente pataleaba, lanzándose al piso y gritaba: “Mi papá se murió. Era lo único que tenía”.
La escena se montó afuera del hospital Pablo Arturo Suárez (PAS). “El papá de esa señora falleció por COVID”, rememora Rodríguez, parado en la entrada.
Afuera, la gente se junta para saber sobre sus parientes. Rodríguez aprovecha para ganar algo de dinero. Vende café con empanadas, a 50 centavos. No solo eso, ahora él es el testigo del dolor de los que tienen uno o más familiares contagiados con el virus dentro del PAS.
El colombiano, de 1,80 metros, dice que el caso de esa mujer fue el que más le ha impactado. Ese día él se alistaba para ir a una entrevista de trabajo, que no le resultó.
El caos fue tan grande que hubo hasta puñete. Los policías llegaron para frenar el alboroto y le pidieron a la mujer que lloraba que se retirara, y en un local le regalaron un vaso de agua con azúcar. En segundos, ella y sus familiares se perdieron con su dolor a cuestas.
El ritual de la muerte
Rodríguez lleva un año en la puerta del Pablo Arturo, en donde trabajaba en el área de cocina. Un accidente laboral hizo que se retirara. Su pie derecho se chamuscó cuando le cayó agua hirviendo.
Desde entonces “no consigo trabajo. He dejado carpetas por todo lado... y nada”. Es tecnólogo en Gestión Agroindustrial y también publicista. Ha seguido cursos de seguridad industrial, es auxiliar de enfermería, pero no le ha tocado más que vender cafecito.
Recorre todas las puertas del hospital. Y en el área de emergencias también se mira el dolor ajeno, cuenta. “Muchos llegan llorando, preguntando por sus familiares”.
Hay quienes se molestan porque no siempre pueden entrar para visitarlos. “Los guardias no se lo permiten”, relata.
Pero eso no es lo único que ve. Cerca de allí hay otro ingreso, en el que se observan carpas blancas. Rodríguez dice que por ahí entran los trabajadores funerarios para retirar los cuerpos.
Los mira y sigue asombrándose. “Parecen astronautas”, bromea, sin despegar su mirada de los termos.
Antes de ingresar, los ha visto con trajes antifluidos, mascarilla y los guantes. Lo hacen por la parte trasera del hospital, donde una cinta amarilla advierte la peligrosidad del área.
Luego salen las carrozas. No se ven los féretros, según el comerciante, pero el auto es señal de que la muerte rondó el hospital.
También se expone
Ser jovial y atento no es garantía para que el colombiano venda el café. “La gente tiene miedo de acercarse. Piensan que les voy a contagiar”.
Rodríguez tuvo que recluirse en su casa durante un mes y medio cuando se declaró el estado de emergencia. Luego fue imposible estar encerrado. “Vine a ver si la situación se había calmado un poquito. Pero no me ponía aquí (en la puerta de ingreso), sino al frente”.
Rodríguez estuvo presente cuando llegó uno de los primeros pacientes con coronavirus. Supo que llegó de España, pero todo era hermetismo. Ocho días después vio que algo malo pasaba porque todos usaban mascarillas.
Tiene miedo, pero la necesidad es más grande. Por eso no deja de usar el tapabocas. Cuando termina su jornada, a las 18:00, vuelve a su casa.
No tiene pareja, vive solo. Llega a su departamento, por el que paga 100 dólares mensuales, pero está retrasado. Se quita la ropa y se baña con agua de hierbas que él calienta. Lo hace todos los días, como un ritual anticontagio.