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Crónica
Servir es un regalo para los trabajadores del hospital de Monte Sinaí
Un camillero, una enfermera, un guardia y una médica contaron a EXTRA cómo han sido sus Navidades. Han sacrificado las reuniones con parientes, pero sus compañeros y pacientes se volvieron sus familias.
Son las doce de la noche del 24 de diciembre. Ana María Suárez (32 años), Jairo Yulán (43), Marcia Gómez (48) y Wellington Rodríguez (22)… ¡corren!, no a desearse feliz Navidad, sino a atender a los pacientes del Hospital General Monte Sinaí, al noroeste de Guayaquil.
Ana es médica en emergencias, Jairo se desempeña como camillero, Wellington es parte del personal de seguridad y Marcia es enfermera. Todos han estado de guardia un día como hoy, han dejado de celebrar con sus parientes por darle asistencia a alguien. No les queda de otra que hacer videollamadas a sus consanguíneos (padres, esposos, hijos) y estar presentes en las reuniones de manera virtual.
No se quejan, pues para ellos el personal de la casa de salud y los pacientes se han vuelto sus familiares. Con los primeros, si tienen chance, toman su chocolate con pan de pascua o cenan ‘al vuelo’ en grupos.
Con los segundos hacen intercambio, pero de sentimientos: los hospitalizados o su parentela les cuentan sus tristezas y preocupaciones, mientras que los trabajadores del hospital tratan de hacerles compañía, pues ellos no solo buscan aliviar sus cuerpos, también sus almas.
Inyectando aliento
Marcia tiene 16 años de servir como licenciada en Enfermería y trabaja en el hospital de Monte Sinaí desde su inauguración, en 2018. Hoy sería la segunda Nochebuena que pasa entre pasillos y salas blancas.
“A los 30 enviudé y quedé con tres hijos, de 6, 13 y 17 años. A veces se quedaban solos o con mi ñaña, cuando yo trabajaba”, llora la esmeraldeña al recordar ese sacrificio navideño.
Ahora tiene una hija de 10 años con su nueva pareja. “‘Mamá, no vayas, cambia la guardia’, me dijo; pero no puedo, en Navidad varios pacientes están solos y uno pasa con ellos. Esta noche le haré una videollamada a mi familia. Hablaré rápido porque soy sentimental y me voy en llanto”, cuenta.
Momentos duros
Hoy la doctora Suárez pasará con sus padres y hermana. Su familia es pequeña y en Guayaquil no cuenta con más parientes, pues son oriundos de la península de Santa Elena. Pero recuerda sus Navidades pasadas.
“Trabajé en un hospital básico y el 24 llegó una embarazada con el bebé prácticamente afuera. No había tenido ningún control médico en su gestación. Al ingresarla le hicimos exámenes y nos dimos cuenta de que tenía VIH, ella se enteró en ese rato. El caso me marcó”, recuerda la galena, para quien trabajar en Navidad es un regalo.
“La mañana y la tarde del 24 son tranquilas. En la noche y madrugada hay bastante trabajo: accidentes de tránsito, peleas entre parientes, intentos de suicidio por depresión (toman veneno, se cortan las venas)”, indica Suárez, para quien la empatía y afecto son parte de la medicina, su prescripción.
“Pacientes llegan solos, abuelitos que dicen: ‘Tengo 7 hijos y como si no los tuviera’”, relata sollozando. Ella recuerda otro caso que la marcó. En Babahoyo, un siniestro vial se cobró la vida de cinco integrantes de una misma familia. Solo una mujer sobrevivió.
Guía de servicio
Más de dos años de labores tiene Wellington en el hospital. El vinceño es parte de la seguridad y el 2021 pasó su primera Navidad de guardia. Su esposa entiende su oficio, pero sus padres no.
El progenitor le aconseja que cambie de lugar de trabajo, ya que le preocupa la situación de inseguridad dentro de los hospitales. Su madre también le pide que busque otro tipo de empleo, pero él sostiene que nació para servir y le alegra hacerlo, pues aunque no opera, ni toma los signos vitales, ni pone sueros, él hace lo suyo: direccionar a los pacientes y sus familiares para que vayan a la unidad o profesional que los debe atender.
Cargador de pesares
Una hora de ida y otra de venida le toma al camillero Jairo llegar a su trabajo. Dos veces ha pasado ‘guardadito’ en el hospital un 24 de diciembre, pero hoy está libre. El año pasado sirvió en Navidad y le costó dejar a sus dos hijos más pequeños, de 3 y 8 años. Los llamó y conversó con ellos hasta que se durmieron.
“Un 24 vemos bastantes accidentados en percances viales. También muchos niños quemados por pirotecnia y entonces es imposible no acordarse de los hijos”, dice el samborondeño, quien se pone el chip del servicio ante una escena dolorosa y se guarda sus sentimientos para volar en una camilla o silla de ruedas con el paciente.
“Da pena cómo lloran los familiares cuando alguien llega sin signos vitales. Hay momentos en los que luego de asistirlos, me retiro del área para no llorar delante de ellos”, admite el hombre de más de 1,75 metros, a quien le toca no solo cargar con los pacientes, sino también con su dolor.