Exclusivo
Actualidad
Santay, la isla olvidada por todos
Sin servicios básicos ‘sobreviven’ los habitantes de la isla Santay. Su forma de sustento, la pesca, no siempre logra suplir los gastos.
Al llegar a la isla después de las 18:00 es el momento de apresurarse, ya que cae la noche y la luz pública no llega hasta Santay, de hecho nunca ha llegado. “Como no hubo ganancia, no hay luz. Hoy solo estaremos con velas para pasar un rato en familia y luego a dormir. Así son mis noches” , relata Wellington, quien vive con su esposa, tres hijos y una nieta, en una pequeña casa de dos dormitorios. “Cuando hay dinerito le pedimos a nuestro vecino que nos comparta de su planta de energía. Pagamos $ 3 y tenemos luz de 19:00 a 22:00, pero cuando no, hay que dormir temprano. Ya la familia sabe, pero aún resulta difícil acostumbrarse”, dice lamentándose este habitante que hace 57 años nació en esta comunidad.
La historia de Wellington se replica en casi todos los 300 comuneros y las 70 familias de la isla Santay que dependen del río y sus peces para tener luz por las noches y para comer día a día. “Si no hay pesca, no hay dinero y sin él, no hay luz”.
Un equipo periodístico de EXTRA llegó hasta el sitio para pasar ahí la noche y compartir las vivencias de las familias.
En un pequeño recorrido con Wellington antes de llegar a casa se pudo evidenciar la pobreza y las complicaciones que experimentan. “Esta isla está olvidada hace muchos años. No hay ninguna autoridad que se acuerde de nosotros”, dice Ángela Domínguez, quien antes vivía del turismo, pero debido a la poca afluencia de visitantes, ahora se queda sola en casa a cuidar a sus hijos. Es su esposo que sale a trabajar en lo que hace casi el 90% de la comunidad: la pesca.
Al llegar Wellington a casa, la noticia de que ese día no habrá luz no cae bien a la familia. Los comuneros pasan toda la mañana y la tarde sin electricidad y apenas son pocos los habitantes que tienen un generador de energía y pueden compartir con sus vecinos con una cuota que varía entre $ 3 y $ 5 por unas cuantas horas en la noche.
Lucía, esposa de Wellington, salvó el día, ya que consiguió que una vecina comparta un poco de la faena que su esposo logró hacer días anteriores. “Así nos ayudamos. A veces ella me da y otras yo le doy, pero también hay días que nos acostamos sin comer”, insiste; mientras sirve un menú que ya no resulta emocionante para los pequeños. “Otra vez pescado”, reclama una de las menores, haciendo una mueca que levemente, con ayuda de las velas, se logra divisar en su rostro.
Cerca de las 18:30 la lluvia empezó a caer en Santay, lo que puso a correr a la mayoría de madres que presurosamente buscaban recoger la ropa que tienden en la parte de afuera de sus viviendas, mientras que los niños salían en gran número a jugar con una pelota de fútbol.
La falta de luz también complica a los menores que deben de dejar sus cuadernos durante la noche para retomarlos a la mañana siguiente, a veces en la madrugada antes de ir a la escuela. “Ellos deben hacer sus tareas durante el día porque en las noches ya no se ve nada. Ya a las 18:30 prácticamente se acaba la vida aquí. Siento que hemos retrocedido veinte años”, resalta Ángela Domínguez, una madre que confiesa que uno de sus hijos sufrió de adicción a las drogas. “Mi hijo estudió el colegio en Guayaquil, donde le ofrecieron droga y se volvió adicto. Lamentablemente la ignorancia de los menores hace que caigan en eso. Tuvimos que encadenarlo en casa para que poco a poco deje ese vicio. Ya está prácticamente del otro lado, pero ha sido tan difícil. Si no hay ni servicios básicos, imagínese lo complejo que nos resulta acceder a otras cosas como la salud”, comenta.
En Santay hay una pequeña escuela que tiene 40 alumnos de los 70 que allí viven. Sin embargo, los que aspiran a estudiar la secundaria o ya la cursan deben todos los días tomar una lancha, una bicicleta o caminar por 45 minutos para llegar hasta el área urbana de Guayaquil.
Durante la noche hay poco que hacer, algunos se reúnen en el muelle para conversar, escuchar música o mirar a lo lejos Guayaquil. ¿Quisieras vivir en la ciudad? , se preguntaban entre sí, pero la respuesta, pese a las necesidades que tienen, siempre es no. “No. Por los peligros, por el ruido, por el tráfico, o simplemente por la falta de oportunidades”, se contestan los unos a los otros.
Ya pasadas las 21:00 algunos aprovechan la oscuridad y las orillas del río para bañarse. “Desde 2017 aproximadamente no tenemos agua potable. Lo que hacemos es ir hasta Guayaquil para comprarla. Nos la venden a 25 centavos cada caneca. Al día usamos unas cuatro por familia. Por eso cuando se puede nos bañamos en el río”, comenta uno de los comuneros.
Pasan las horas y en el muelle solo queda Samuel, un joven de 18 años que es el encargado de esa noche de brindar seguridad. “Nos turnamos por casas para cuidar de que no vengan los piratas y se nos lleven los motores de las lanchas, que es lo más costoso que tenemos”, relata.
“Si vemos lanchas sospechosas lo que hacemos es llamar a la Marina y alertar a la comunidad. Si alguien se acerca salimos todos a defender nuestra tierra. Algunos vecinos que tienen escopetas disparan para ahuyentarlos”, agrega Samuel, mientras escucha a la par de la entrevista música en su celular para no dormirse. A lo lejos solo se escucha el sonido de los insectos y los animales que se mueven entre la vegetación de la isla. El resto duerme.
A la mañana siguiente y con un poco más de luz los moradores conversan más extenso con EXTRA y cuentan sus necesidades. “En 2014 y 2015 todos querían venir a este sitio, pero luego ya nadie se acordó de nosotros. Teníamos paneles solares que nos daban luz, pero ya no funcionan. Hemos tenido que comprar unos pequeños reflectores para alumbrar la aldea. Tener luz es prácticamente un lujo”, reconoce Alberto Domínguez, administrador de Asociatour Santay, que da detalles del poco turismo que hay.
“Entre semana no llegan ni 15 turistas, ¿y cómo van a venir si aquí no hay agua ni luz?, aparte no hay embarcaciones que los traigan. La falta de servicios nos tiene así. La única manera de salir es por medio del puente de Guayaquil que está destrozado. Necesitamos urgente ayuda de las autoridades que hace años nos han olvidado”, dice Domínguez que reconoce que durante los fines de semana en algo mejora la cifra de visitantes que suele llegar hasta 100.
“Se supone que somos área protegida, pero no hay protección de nadie. Ojalá alguien haga algo por nosotros. Pido a los candidatos a alcalde, a quien resulte electo y a sus concejales que, por favor, ya miren hacia este lado de la ciudad”, imploró.