Exclusivo
Actualidad
Quito: Conoce la historia de las mujeres ‘Popeye’ del mercado de la Ofelia
Cargan sobre sus espaldas costales llenos de compras. No comen espinaca, pero sí máchica y morocho. Constituyen una parte importante del mercado
No comen espinaca ni tienen bíceps enormes, pero son tan fuertes como Popeye… Bajo un sol rampante, en el Mercado de La Ofelia, en Quito, cuatro mujeres –de no más de 1,50 metros de estatura y 45 kilos– aguardan a que sus clientas –Olga, Susana, María, Amparito– lleguen. Mientras tanto, alistan sus espaldas, que parecen hechas del metal más resistente. La jornada promete ser muy, pero muy pesada: cientos de libras sobre sus lomos.
(Lea también: ¿Qué hacer si mi hijo dice que está enamorado? )
Es sábado: día de feria. Los vendedores vocean con entusiasmo: “Como qué busca, qué le damos, señor; lleve cebolla, señorita”. Los olores a verduras, mariscos y queso tierno se pegan en la ropa. Se meten a la fuerza por la nariz y también se funden en aquel descampado, que cada fin de semana se convierte en una plaza donde 1.200 comerciantes ofrecen los mejores alimentos: de la tierra (o el mar) a la mesa, dicen.
Lejos del bullicio, Nancy Aguilar desgrana arveja (cuando no carga costales, desgrana). Trabaja en el mercado desde hace 22 años y su misión, este sábado, es hacer –al menos– cinco viajes desde la plaza hasta el parqueadero, donde principalmente otras mujeres dejan sus vehículos para hacer compras. Son más de 150 metros los que debe caminar con bultos, de hasta 30 kilos (lo que pesa un costal de papas), sobre su cuerpo.
“Ya no me duele la espalda, me acostumbré”, dice Nancy y desgrana. “Aunque sí me enfermé un tiempo. Pero me hicieron masajes, vaporización y me calmó el dolor”, dice y desgrana. No fue al médico. Ni tampoco visitó un hospital. Quién sabe qué la curó. Pero está más fuerte que nunca.
En unos minutos, un cliente la busca: “Nancy, por favor, lleva estas compras al carro”. Ella, como Popeye, levanta todas esas fundas. Las pone sobre su lomo. Y camina. Y suda. Y suda bastante. Hasta que llega a la cajuela del vehículo donde descarga con alivio las bolsas. Ese corto pero pesado trajín le deja un dólar en el bolsillo.
Un dólar que le sirve para alimentar a sus tres hijos y a su esposo, quien está en silla de ruedas. Un día de agosto, hace cinco años, él se fracturó la columna mientras hacía su trabajo como albañil. Desde entonces, no puede caminar y Nancy se convirtió en el sostén del hogar. Por eso, cuando no labora en el mercado los fines de semana, vende espumilla en la avenida 10 de Agosto, en el norte de Quito.
¿Cuál es su secreto para ser tan fuerte?, le preguntamos. Ella responde que no come espinaca, como la popular caricatura que hace referencia a la fuerza, pero su dieta se sostiene en morocho, máchica y habas, rica en vitaminas y fibra. Y, por supuesto, la necesidad también la empuja a levantar hasta más de la mitad de su peso. Hay que comer. Hay que vivir. O, mejor dicho, sobrevivir.
ABUELAS DE HIERRO
Como Nancy, hay otras tres mujeres que también cargan en La Ofelia. Pero estas ya son mayores. Algunas no tienen dientes. Pero da igual. La felicidad es sencilla y desnuda. Sonríen sin que importe nada. Hablan sin que importe nada. Cargan sin que importe nada (ni sus espaldas).
Laura María Durán Guashpa ha cumplido los 62 años. Pero parece de más. Lleva un gorrito de lana. Tiene unos hoyos profundos en sus mejillas y unos ojos tan rasgados que casi no se ven sus pupilas. Cuenta, mientras desgrana arveja, que se dedica a la labor de estibadora desde hace tres décadas. Tuvo ocho hijos y su esposo trabaja en la construcción.
Los viernes y los sábados se despierta tempranito. Llega a La Ofelia a las 06:00 desde Atucucho, en el norte, y empieza su ‘camello’.
“Aún con dolor toca cargar” (sip), suelta Laura, que –por cierto– es bien conocida en el mercado. Le pagan 50 centavos por carga o, a veces, en un día de suerte, un dólar. Ida y vuelta a los parqueaderos. Cinco veces en la jornada. Eso le sirve para comprar comida. Y también le deja un dolor en las rodillas. “Seguramente es por el frío”, lamenta. Pero lo más probable es que su dolencia se deba al peso que pone sobre su espalda maciza.
Los días que no va al mercado, lava ropa en el sector de La Luz.
“SOMOS POBRES”
Pasan las horas en el mercado. Los voceadores están animados que antes, porque hay mucha gente. El calor hace que los olores se intensifiquen. Huele a camarón. Huele a cebolla. Huele a palo santo. Y entre esa mezcla de todo, aparece María Paula Siza, quien ha cumplido 60 años. Pero parece de más. Lleva puesta una falda fucsia acampanada. Y un sombrero para cubrir su piel del sol. O, quizá, es solo su estilo.
“Somos pobres, no tenemos platita”, suelta frente al equipo de EXTRA. “Por eso, cargo compras, así me duela la espalda”, grita. Ella no escucha bien. “No tenemos terrenito para sembrar” (sip), lamenta. Enseguida, una clienta le pide que lleve algunos costales y unas fundas a la cajuela de un taxi. Ella lo hace sin reparos. En unos minutos, vuelve a la conversación.
“Hago cuatro o cinco dolaritos al día”, dice esta mujer que ya ni recuerda cuánto tiempo trabaja en La Ofelia. Pero sí tiene muy presentes los riesgos a los que se exponen ella y sus compañeras, como el cruce de carros. La Diego de Vásquez es la avenida principal que está frente al mercado. En días de feria, los vehículos circulan a velocidades bajas. Pero, según Paula, a veces escapa de que la arrollen.
Está enferma. No sabe de qué. Dice que le duele todito el cuerpo. También cuenta que ni siquiera su dieta a base de máchica, avena y sopa de arroz –que la vuelven una mujer fuerte– hace que sus dolores se esfumen. Pero no queda más. Ella no tiene ni siquiera otro ingreso como sus otras colegas…
A un costado está Gregoria Pilamunga, quien ha cumplido los 80 años. Pero parece de menos. Ella, que es la cuarta integrante de este club de mujeres ‘Popeye’ de La Ofelia, se queja de los extranjeros que, asegura, les han quitado el trabajo. En el recorrido de este Diario, se observa a algunos estibadores varones que llevan carretillas en las que cargan las compras.
Gregoria llora. Dice que lo poco que recoge con las cargas sirve para alimentar a sus hijos, uno de ellos tuvo un accidente y se cortó un pie. Ahora está internado en el Hospital Docente de Calderón. Gracias a sus clientas, que tiene los nombres grabados en la mente, como Olga, María, Susana, puede conseguir hasta dos dólares por recorrido.
O como Amparito, otra caserita. Para ella, el trabajo que hacen estas estibadoras es una pieza clave en la dinámica del mercado. Si no fuera por ellas, algunas clientas no podrían hacer compras allí, porque sería una tarea muy complicada cargar tanto peso. Por eso, cuando tiene, les ofrece una propina extra.
Pero no es suficiente. Estas cuatro cargadoras, Nancy, Laura, Paula y Gregoria, necesitan ayuda. Una carretilla. O, quizá, chalecos con esponjas que amortigüen el peso en sus espaldas. ¡Algo! Algo que evite que sus cuerpos sigan deteriorándose.
Mientras tanto, las mujeres ‘Popeye’ van adelante, con la espalda curva, como si sus mentones rozaran el pavimento, con el único fin: un dolarito. Cae el sol, ya no hay clientes ni nada más que hacer. Se van. A la siguiente semana estarán prestas, nuevamente, para servir a las señoritas: así llaman a sus mejores clientas.
El riesgo de lesionarse
En un portal médico se describe que el mayor riesgo de desarrollo de lesiones de columna, especialmente en la región lumbar baja, es conocido por personas cuyo principal labor es la manipulación de objetos pesados, como estibadores. Habría la posibilidad de que desarrollen lumbalgia.
Se puede presentar rigidez en la espalda, dolor, disminución del movimiento de la región lumbar y dificultad para pararse derecho.
Según el Ministerio de Salud, el dolor lumbar es la segunda causa de requerimiento de atención médica en países desarrollados. Se estima que el 60-70 % de las personas adultas presenta un episodio de dolores lumbares a lo largo de su vida.
Alexandra Lema, presidenta de la Asociación de Comerciantes Independientes de La Ofelia, está consciente de ello. Y por eso, asegura, ha tratado de hablar con las cuatro mujeres estibadoras, así como lo hecho con los varones, quienes ya están organizados. Sin embargo, no ha sido factible. “Pues no llegan a las reuniones”. Dice que antes, algunas sí tenían coches. Pero ya no.
Para Rosa Pilco, una vendedora del mercado, es vital que se busque ayuda para estas mujeres, pues son una parte funcional del mercado. Sus padres también eran estibadores y sabe lo sacrificada que resulta esta labor.
¿Quieres acceder a todo el contenido de calidad sin límites? ¡SUSCRÍBETE AQUÍ!