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Cada jueves, Jhon Daquilema ayuda a personas en situación de vulnerabilidad.GUSTAVO GUAMAN

Con plata de su bolsillo, ayuda a los más necesitados

Jhon Daquilema recorre las calles de Quito en busca de gente de la calle para “bendecirla”. En un día puede cambiarle la vida a dos personas.

Jhon Daquilema no tiene alas, pero es como un ángel para algunos. Cuando recorre las calles del Centro Histórico de Quito unos lo saludan al paso, otros a lo lejos, y unos cuantos de mano.

Para los más necesitados, para la gente de calle, el chico, de 28 años –estatura mediana, cabello negro– es su “guardián y protector”; para otros es un comerciante de zapatos que trabaja en un local de la calle Guayaquil hace más de cinco años.

Cuenta que su misión es buscar y ayudar a los que menos tienen, como lo ha hecho durante dos años. Para esto utiliza parte de las ganancias que obtiene de su negocio propio. Cada jueves, con 200 dólares, recorre diferentes lugares de la ciudad para “bendecir”, como él dice, a un par de personas más. Hasta ahora ya suman dos mil, asegura.

Proveerles de comida fresca, cortes de cabello, ropa, zapatos nuevos, medicinas u otro tipo de cosas es su objetivo semanal. Quiere aliviarles el peso de la pobreza en que viven, asiente. Así sea algo momentáneo.

El hombre del costal

A las 10:00, después de recorrer siete cuadras del casco colonial, desde la calle Chimborazo hasta la Guayaquil, entre cientos de vendedores, bulla, cultura, historia, indigentes, ancianos, desempleados y más ambulantes, a un costado de la Plaza Chica un hombre carga con esfuerzo sobre su espalda un costal de yute blanco. Luce pesado. Cansado. Sucio.

Se detiene. Descansa un poco y antes de seguir por un rumbo que solo él conoce es abordado por Jhon, quien después de presentarse y contarle a lo que se dedica le extiende su mano.

— “¿Puedo ayudarle?”, inquiere el joven.

— “No le entiendo. ¿Cómo?”, pregunta el hombre del que aún se desconoce su identidad.

— “Permítame invitarle a comer, cortarle el pelo, comprarle ropa, zapatos u otras cosas que necesite. Hoy, Dios quiso que usted sea bendecido”.

El hombre de avanzada edad, cabello sucio y enredado, barba canosa y ropa pestilente a orina, no entiende lo que pasa.

Cinco segundos después reacciona. “¿En serio me dice?”, mientras se dibuja en sus ojos la misma sonrisa que tiene en su boca. “Claro que sí”, contesta el muchacho.

— “¡Vamos!”.

Ambos caminan por las mismas siete cuadras anteriores. Lo primero es encontrar un sitio para “peluquearlo”. El resto ya es más fácil entre tanto comercio y comerciante.

En el trayecto comenta que se llama Omar Jaramillo (71 años), y que hace ocho vive, duerme, deambula y come en la calle. Que tuvo mucho dinero. Es ingeniero agrónomo. Tuvo esposa. Dos hijas. Que lo abandonaron porque no soportaron la “mala vida” que les daba.

“Me dejé llevar por las drogas, el alcohol, las mujeres. Perdí todo por botarate, por inmaduro”. Ahora está resignado. Siente que debe pagar por lo que hizo y dejó de hacer.

“Faltan dos cuadras para llegar a la barbería”, anuncia Jhon, quien le insiste al anciano, por sexta vez, que le deje cargar el costal que celosamente lleva sobre su espalda.

“No, tranquilo, sí avanzo. Si yo no lo cargo, el viento me lleva por lo flaco”, dice Omar, mientras lo empuña como el tesoro que para él es, porque ahí no solo lleva parte de su vida, sino su ‘cama móvil’: cobijas y trapos malolientes, y otras “cositas” que no quiere revelar.

“Con esto me protejo del frío. Más ahora que llueve todos los días. En El Ejido tengo un rinconcito y me acomodo en unos cartones”, agrega, luego de saludar al peluquero que lo devolverá a su pasado, al menos en fachada.

En la barbería solicitó que lo dejaran como Pedro Navaja. Quedó feliz con el resultado.GUSTAVO GUAMAN

Un bigote nuevo

Después de media hora, Omar finalmente queda como pidió, parecido a Pedro Navaja, con su mostacho bien definido y un corte alto. Mientras se mira en el espejo asevera que aún queda algo de lo que un día fue y todo “gracias al joven”, dice refiriéndose a Daquilema, un ‘veci’ con ganas de ayudar.

Lo bendice, se acomoda la ropa, coge su costal y antes de seguir camino a un restaurante, que es la próxima parada, anuncia que debe irse, porque debe recibir un encargo y que es de vida o muerte, y que su palabra está en juego.

Con paso apresurado se marcha, pero antes promete regresar en 20 minutos. No quiere que lo sigan. Después de una hora llueve fuerte. La gente huye. La plaza, la calle, se quedan vacías. Y el hombre no regresa. “Ya no lo hará. El próximo jueves ayudaremos a alguien más. Ojalá se dejen. Ojalá quieran”, finaliza Jhon.