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Lo que pasa en la Ajaví... se queda en la Ajaví
No hay casinos, enormes hoteles, ni restaurantes de lujo, pero sí un parque temático, comida criolla y más de 10 hostales para calmar a lujuriosos.
Es el cielo y el infierno en la Tierra. Es más linda y tranquila en el día. Pero se transforma al ocaso del sol. Y por las noches se vuelve pesada, fornicadora, farrera y drogadicta. Es la avenida Ajaví. Así la describen quienes la transitan, también sus habitantes como Carlos Rodríguez, de 23 años.
Que esta arteria, ubicada en el sur de Quito, se parece a Las Vegas, en Estados Unidos, también es cierto.
Que si Las Vegas tiene su Hard Rock Cafe, el Trump International Hotel o la réplica del Canal de Venecia, la Ajaví también tiene lo suyo: los pinchos de Don Giovanny, el Boston International Hotel -y otros 17 más de este estilo, que de gringos solo tienen el nombre -, y el parque temático de los tubos -que aún no se sabe en honor a qué o a quién lo construyeron-, pero ahí están, armando esa ‘ciudad’ del eterno pecado.
Con 2,2 kilómetros de longitud, esta amplia y ruidosa calle fue bautizada con el nombre de uno de los afluentes del río Taguando, que atraviesa Ibarra, en Imbabura.
Hacía 1980, la Ajaví fue el límite del sur de la capital, también tuvo la quebrada del río Grande, que tres décadas después fue rellenada y en 2013 se inauguró el renombrado Parque de los Tubos.
Actualmente esta avenida se conecta con otras dos: Teniente Hugo Ortiz, por el este, y la Mariscal Sucre, por el oeste. Se enmarca entre hoteles, farmacias, discotecas, restaurantes y... más hoteles. Pero también por cinco barrios: Solanda, Quito Sur, La Gatazo, Cooperativa IESS- FUT y La Raya.
El calor es infernal. Más de 30 grados. Son las 10:33. En el costado de una de las piletas del Parque de los Tubos -1,2 kilómetro de extensión-, Carlos Rodríguez toma el sol, echado bocarriba. Al otro lado, tres perros se zambullen en una improvisada piscina, colmada por el aguacero de la noche anterior.
La gente camina, trota. Solos, acompañados. Preocupados o quizás relajados como Carlos, que mientras se incorpora, dice “que hay que aprovechar la claridad del día, porque en la noche ya toca guardarse”.
Más adelante, bajo una sombra, se agazapa una familia de tres. Uno es Oswaldo Amaguaña (47). Mientras arma con agilidad una estructura, similar a un rompecabezas, con tubos plásticos y grifos de cocina, cuenta que esto es parte del marketing que maneja para exponer su trabajo a los curiosos que pasan por la zona. Es plomero y albañil.
Todos los días ruega para que le salga un trabajito, porque sin eso no hay para comer, ni siquiera arroz con huevo.
De domingo a domingo, desde las 07:00, Amaguaña ha ‘cachueleado’ en la zona durante dos años junto a siete oficiales más. Solo hasta las 18:00. Después de eso, nadie se queda porque ya llega el “relevo”. Llegan “otros”.
Que en el día solo sale la parte blanca y en la noche cae lo turbio, insiste. Y que a veces es mejor no saber a qué se dedican los “otros”, pero que si por mala suerte pasa, él mejor cierra su boca para que no le entre ni una mosca.
De camino, en dirección al oeste de la avenida, un hombre arrea cinco chivas y otro chico ‘para la oreja’ ante una rocolera de Jenny Rosero, que suena a todo volumen, en un local de CD’s y útiles de aseo: “Ella no me llega ni a la guayabita /de pies a cabeza yo soy más bonita. /El mundo es pequeño /pronto nos veremos. /Quizás para entonces, ya tenga otro dueño”.
18:00. Llueve desde hace dos horas. Los postes de luz se encienden en hilera, uno tras otro, y forman una calle de honor flotante sobre la Ajaví. Despierta el monstruo.
La noche se prende, el comercio se activa. Siete hoteles y 11 hostales ponen en ‘On’ sus extravagantes rótulos. En los anuncios móviles se lee: “A $6 la habitación. 4 horas”.
Siete farmacias, 5 asaderos, 9 panaderías, 10 estéticas y más de 15 restaurantes variados también se unen a la estruendosa iluminación. Ellos ofrecen otros placeres, ajenos a los carnales, pero placeres al fin.
La otra cara de la avenida se destapa. Una que es tan libertina como religiosa, tan caliente como fiel y tan devota como indiferente. Pero todo está en el mismo lugar.
De repente, un repique de campanas de la iglesia La Dolorosa, ubicada en la esquina de la calle Huigra y Ajaví llama a los feligreses de la parroquia. A los impíos y devotos. A los puritanos y pecadores. A los penitentes y reincidentes.
Antes de cruzar el umbral de la iglesia, sobre la pared reza un papel maltrecho y viejo: Misas de martes a viernes, a las 18:00. Sábados y domingos: 07:00, 12:00, 18:00. No faltes.
Que “no faltes” indica el anuncio ¿Acaso los devotos de la carne están venciendo a los fieles del Señor? Aún no es así, dice el párroco Alexis Blanco, quien se aferra a su fe y confía en que Dios le ayudará a recuperar a las “ovejas descarriadas” que deambulan por la calle.
Entre semana, llegan 60 personas a este templo, pero sábado y domingo “Dios triplica la cifra”, asevera el hombre de la sotana. Se calla, respira y suelta: “quiero creer que al menos en ese momento somos más”.
Ya adentro, -un cuarto de 120 metros cuadrados, con un techo disparado al cielo-, el sacerdote, de 37 años, sube al podio, lanza una mirada a los 17 fieles que sortearon el aguacero, y advierte que el sermón será de los pecados, del cielo, del infierno, de la redención, de las tentaciones… de esas que laten, que arden, que queman y que están ahí adentro como afuera.
La fórmula para no condenarse es la dominación del cuerpo, y que sin tregua alguna “hay que evitar los pecados de la fornicación, adulterio, robo y gula”, a toda costa.
Después de 45 minutos de cánticos y rezos, regresar a la realidad es cuestión de minutos. “La lluvia nos purifica porque viene del cielo”, dice Guadalupe Pozo, quien está convencida que la Ajaví es la avenida del pecado, no solo por la prostitución que se apuesta en las esquinas, sino porque los hoteles, la fiesta y la algarabía “incitan al libertinaje”.
El placer de la carne
El cielo se apacigua. Los vendedores de comida se apuestan al filo de las veredas con sus restaurantes móviles –carpas, sillas y mesas de plástico–. Ofrecen menestras, shawarmas, secos de todas las carnes, pinchos y más carnes.
Giovanny Shingle, un lojano que llegó a Quito hace dos años, no pasa inadvertido. Vende pinchos y sin vergüenza vocea su producto.
Para acompañar la ‘carne en palito’ ofrece arroz y menestra. Todo a 3 dólares. “La noche es mi aliada porque se despierta la ‘leona’, y cuando hace frío se vende más”, cuenta.
En una noche, el joven de 26 años, despacha 150 pinchos. El secreto de su éxito, a más de la sazón, es su discreción.
Así como vende ‘variadito’, también llegan ‘surtiditos’. Los que salen de motelear, delincuentes y borrachos, son sus clientes. A algunos les conoce su ‘guardado’. Su vecino, por ejemplo, cada 15 llega con una ‘cariñosa’. “Con la misma de siempre. Comen dos pinchos cada uno y luego se van”.
Son las 21:00. Dos cuadras de la Ajaví desprenden lujuria y desenfreno. Los tres hoteles y dos hostales, solo de esta zona, están copados. Automóviles, taxis y motocicletas colman sus parqueaderos.
Una de las propietarias cuenta que a diario recibe más de 25 parejas, entre jóvenes, adultos y viejos.
Dos horas después, dos parejas salen. La primera huye en un auto azul y la segunda se marcha tal como llegó: a pie. Quizás tienen 50 años. Quizás son esposos o amantes. Pero eso qué importa.
Ella manipula un paraguas que lleva en la mano. Él se cubre el rostro y camina junto a ella, sin tocarle siquiera la mano. A lo lejos se confunden con el contraste de la noche y sus cuerpos se fusionan otra vez en uno solo.
Las horas pasan y la historia se repite. Cada día, cada noche, en el mismo sitio, con similares personajes. Al final, la Ajaví seguirá ahí, más viva, despierta, presta para disfrutar del placer de lo prohibido. Porque lo que pasa en la Ajaví, se queda en la Ajaví.