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Unos 26 carboneros y sus ayudantes suelen trabajar en este sector de Guayaquil.Álex Lima / EXTRA

El ‘oro negro’ de La Ladrillera

El sector guayaquileño es el hogar de más de una veintena de carboneros. ‘Camellan’ con el calor a cuestas, pero lo calman con bromas y ‘parcería’. 

Jorge, Wilson y Miguel no son ñaños, pero las manchas oscuras que tiñen sus rostros, manos y pies los unen en hermandad. Son las huellas de elaborar ‘oro negro’, como llaman al carbón, su sustento. ‘Chambean’ en su 'aldea' con el sol de ‘sapo’, bronceándoles la piel, sin mayor tecnología que sus sierras para cortar leños.

Ellos son parte del grupo de 26 carboneros aproximadamente (y sus respectivos ayudantes) que fabrican este ‘añejo’ producto en la avenida Manuela Garaycoa, junto al carril que conduce a Monte Sinaí, sector popular del noroeste de Guayaquil.

En esa zona, conocida como La Ladrillera, el grupo de trabajadores tiene su campamento de ‘camello’. Un amplio terreno baldío, con restos de palets y de troncos de árboles apilados de tal forma que lucen como volcanes.

Seis cabañas hechas con palos, tablones y pequeños pedazos de plástico, son el sitio de descanso de los jornaleros tras la extenuante actividad.

El lugar es agresivo para quien no está acostumbrado a convivir en sus rincones. Recibe al visitante con un intenso olor a madera quemada, que penetra la ropa, el cabello y ‘perfuma’ el cuerpo hasta las uñas.

Ese aroma se respalda con el humo que se desprende de los ‘cráteres’ y vuela evaporándose hacia el cielo, como si saliera de una sopa recién servida. Y es que los montones de leña se queman lentamente para formar el carbón, proceso que puede tardar de dos a cuatro días.

En la actividad se involucran personas de experiencia y jóvenes aprendices.Álex Lima / EXTRA

Los carboneros están adaptados al ‘infierno’ que sienten en su estómago cuando están cerca del horno, aunque reconocen que cuando el sol anda ‘cargoso’, hasta ellos se fastidian. Pero les resulta más jodido no tener billete con qué parar la ‘olla’.

DUERMEN Y RONDAN

Miguel cuenta que, por su labor, les toca pasar la noche en las cabañas de tres a cuatro veces por semana. Incluso hay quienes viven de manera fija allí, por la falta de casa propia.

“Yo voy a dormir a mi casa cuando puedo. Debemos quedarnos porque tenemos que hacer rondas de tres horas para cuidar el material y para ver que los palos no se queden carbonizados por completo”, explica. Él lleva más de 10 años en esta actividad.

De no hacerlo, es posible que algún pillo se les robe la materia prima, o que se eche a perder el trabajo de dos o tres días.

Vigilar el negocio es ‘fregado’. Deben lidiar con el cansancio del día. Algunas veces el sueño los vence y por unos segundos se ‘ruquean’ parados. Los párpados se les vuelven tan pesados que parecen estar pegados con goma hacia los pómulos, describe Miguel.

Mientras unos patrullan, otros se ‘pegan’ una siesta. Pero tampoco es que disfruten demasiado de estar acurrucados, pues no completan las ocho horas recomendadas de descanso.

Ocho dólares valen los sacos de carbón pequeños. Hay otros de $20 y más, según el tipo de madera.

Los realmente suertudos son los que no tienen ronda ese día y les toca casa, pues pueden descansar acostados en una verdadera cama y con paredes decentemente hechas por las que no atraviesa la gélida brisa nocturna, que sí traspasa las hendijas de las covachas de La Ladrillera.

PEDACITO DE CAMPO

Pese a que la carbonera está en un sector urbano marginal, aledaña a la avenida Manuela Garaycoa, ahora polvorienta por trabajos de ampliación, resalta por sus vistas semejantes a zonas agrícolas.

La tierra mezclada con el polvillo negro del carbón, la vegetación seca del reducto y uno que otro árbol en el sitio, le dan a la ‘aldea’ un aspecto campestre.

Permanecer allí es como realizar un viaje en el tiempo, a esa época en que secaban cacao en las calles céntricas del puerto, en el siglo pasado. La tecnología queda a un lado. Todo se basa en el ‘ñeque’ y en la ‘maña al ojo’ para escoger la madera más ‘pepa’ para convertirla en carbón.

En este sitio, las cocinas son reemplazadas con pequeñas parrillas de metal sostenidas con piedras debajo. Y como es evidente, todo se asa al carbón y a fuego vivo. La intensidad de la llama no se controla, sino que la ‘pinta’ de los alimentos va dando la pista de que aún les falta cocción o ya deben ser sacados. Esa preparación es un descanso a la habitual sensación a incendio que domina el aire.

Los jornaleros tienen tanques plásticos grandes a manera de lavamanos. Con el agua de adentro se lavan los brazos, la cara y las piernas antes de irse de ‘jama’ o de verse con la ‘ñora’. Es común ver que también afinan su peinado con las yemas de los dedos.

Cada saco se vende de acuerdo con la calidad. Hay unos que pueden costar hasta 30 dólares.Álex Lima / EXTRA

APRENDICES Y EXPERTOS

De entre los carboneros, unos pasan de 30 años y otros no superan los 20. Ese es el contraste entre Wilson, que es ‘pelado’ aún, y Miguel y Jorge. Este último comenta que los veinteañeros andan de ‘ojo seco’ para aprender los secretos del trabajo e irse abriendo un lugar y ganar plata.

“De esa forma los ayudamos para que puedan mantener a los suyos. Muchos tienen ya sus hijos, o son quienes mantienen a sus madres o a sus abuelos. Además, esta es una forma de alejarlos de las malas compañías del sector”, reflexiona.

Hasta cuatro días suele tardar el proceso de elaboración del producto.

Por eso, él y otros de más trayectoria los guían. Con paciencia les indican cómo deben llevar a cabo cada parte del proceso, para que no se equivoquen y vayan teniendo claro qué deben hacer y qué no.

Si hay muy pocos sacos por cargar, los chicos, con su vitalidad y fuerza, se los trepan al hombro y los llevan hasta el carro del comprador. Son todos unos ases del equilibrio, pues saben balancear el peso de la carga, mientras caminan esquivando los palos del suelo y sortean las irregularidades del terreno, que presenta diminutas colinas y partes bajas.

Los de experiencia, como Jorge y Miguel, ‘amarran’ el precio con el cliente a punta de ‘verbo’. Tienen facilidad para negociar. También se encargan del paso previo al quemado.

Para encender el material deben amontonarlo en cimas, luego lo tapan con paja y después cubren todo con polvillo negro. Al final le tiran agua para que la mezcla no se consuma rápido en una gran llamarada, sino lentamente. Ya saben cuánto líquido deben arrojar, según el tamaño de la madera y su calidad.

La madera usada para hacer el producto se cubre con paja y con cenizas antes de encenderla.Álex Lima / EXTRA

MICROSOCIEDAD

Los carboneros tienen la ventaja de que les llegan a regalar o a vender la materia prima. No tienen que salir a buscarla. Asimismo, la gente va a comprarles su producto. Son pocos los casos en que deben ir a entregar carbón. Controlar el correcto quemado les demanda tiempo. Por eso están constantemente en la aldea.

“Salimos poco. Básicamente a hacer las compras del hogar o a ir con la familia”, indica Jorge. Él es uno de los más ‘fregadores’ y por ello siempre está pendiente de festejar los cumpleaños de los demás con lo que se pueda, como ocurrió el martes último, cuando preparó hornado de chancho por el cumpleaños de la menor de sus cuatro hijos.

Jorge se dio un tiempo para celebrar el ‘cumple’ de su hija menor, de nueve años.Álex Lima / EXTRA

Inesperadamente han formado una comunidad que se da la mano. Su trajinar está ligado a lo oscuro del carbón y a las necesidades propias de la ‘chirez’, pero entre la convivencia y la camaradería le dan ese toque colorido que tanto se necesita en la vida.