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María Juiñia muestra cómo se cocina con leña; ella se resiste a dejar esa tradición.Gustavo Guamán

En Nayón reavivan las tradiciones

Situada en el nororiente de Quito, esta parroquia guarda una tradición ancestral.

María Juiñia no recuerda su edad. Ella cree que ha cumplido los 86. Quizás tenga 90. Quién sabe. Pero hay algo que jamás se olvida de su frágil memoria: la cocina de leña, una tradición ancestral que heredó de sus padres. Desde un rinconcito de la parroquia Nayón, conocida también como El Jardín de Quito, al nororiente de la ciudad, ella destaca. Brilla.

Es una de las últimas mujeres que mantiene viva esta costumbre. Desde hace más de medio siglo, cuando asoman los primeros rayos de sol o a veces al mediodía, sale en busca de leña al bosque de San Vicente de Nayón, a unos 20 minutos a pie desde su vivienda.

Por su edad ya no carga los bultos en la espalda. Pero se apoya en una carretilla y en la voluntad de alguno de sus seis hijos. La acompañan cuando pueden.

En el siglo XIV y XV, Nayón no era más que bosque y quebrada, en donde se asentó el pueblo Kitu Karas. Después llegó la época colonial y, pese a la conquista, la agricultura y el idioma kichwa fueron los sobrevivientes. Las mujeres se especializaron en trabajos de campo y los hombres destacaron en los obrajes y molinos de granos.

Doña María es un reflejo de antaño. Junto a su rústica vivienda de ladrillo y techo de zinc cultiva, en una parcela: choclos, habas y plantas medicinales. Gracias a la tierra, tiene algo para llevar a la olla.

En 1935, Nayón fue declarada parroquia rural de Quito.

Mientras acomoda su cocina, en una habitación de siete metros cuadrados, paredes de tabla, piso de tierra, techo de zinc y barnizado con hollín por todos lados, confiesa que esto lo hace desde que tiene uso de razón. Se refiere a cocinar.

Y asegura que, a pesar de vivir en un mundo moderno, jamás cambiará los palos secos y su fogón de bloques y varillas teñidas de negro por una cocina a gas, porque eso sería como traicionarse.

En 1935, Nayón fue declarada parroquia rural de Quito. Pronto las dos mil hectáreas de bosque fueron alcanzadas por el urbanismo y, como en hilera, se construyeron conjuntos habitacionales enormes, casas modestas, otras no tanto: unas más ostentosas que otras. También una carretera de primer orden, iglesias, negocios, y el agua de pozo y quebrada se convirtió en agua de tubo.

Ahora hay cerca de 10 mil habitantes repartidos en 13 barrios. El 60 % se define como descendiente de los Kitu Karas, pero solo el 5% habla kichwa y se reconoce como indígena. Doña María, con apenas un metro de estatura y unos 40 kilos, forma parte de esta mínima porción.

Con sus manos arrugadas, manchadas por el sol y llenas de callosidades por la fuerza de su trabajo, la mujer toma de una pila de madera unos cuantos leños que apenas el día anterior trajo del bosque. “Con esto paramos la olla”, dice, mientras avanza hacia su “cuarto oscuro”.

A un lado del fogón descansa un tronco desgastado y sobre él, ella también descansa. Con un pedazo de papel viejo y un fósforo prende los palos secos. En el corazón de la llamarada inserta una olla, una que después de dos décadas todavía sirve.

Vestida con un anaco azul oscuro, licra negra, blusa celeste, zapatos oscuros y una gorra de lana rosada, María parece más fuerte que nunca. Pero cuando habla lo hace con dificultad. Balbucea. Y a través de la hendija de su boca aparecen sus encías desnudas.

Desde el norte de la capital es posible tomar un bus en la estación de la Ecovía de la Río Coca que conduce hasta el lugar.

Comer alimentos duros es imposible. Para aplacar el hambre, sus manjares se reducen a sopas y coladas. Como la que preparó en este mes para festejar adelantado el Día de Difuntos y también para “complacer y mimar ” a sus hijos y nietos.

El almuerzo estará listo en 30 minutos, anuncia. Grita (es por su sordera). Dice que es una sopa de harina de haba o chuchuca. Mientras se acomoda en un costado del cuarto, cuenta que a pesar de los años que cocina, aún no descubre por qué la comida hecha en leña tiene otro sabor. Uno ajeno, lejano a la preparada en cocina a gas.

Para ella eso es un enigma, algo místico y para no complicarse, cambia de tema y suelta que lo que más le gusta es encerrarse en ese cuarto “porque pasa calientito, más cuando llueve, porque allá afuera es friísimo” (sic), y se deja acurrucar por el humo que danza entre las paredes y el suelo.

Cientos de plantas se pueden encontrar en los viveros que hay en la parroquia.Gustavo Guamán

La otra realidad

Son las 10:00. El sol recién sale por el este. Tal cual indica el significado de Nayón (sol que nace por la cordillera andina). Desde otro rincón, en la calle Quito, que hace un par de horas lucía desolada y triste, se viste de color, fragancias florales naturales. Se viste de vida. Se viste de los más de 60 jardines botánicos o viveros que se apuestan en sus flancos y transversales.

Es difícil contarlos. Solo en una cuadra hay 15. Uno junto a otro. Pintorescos y llenos de hasta dos mil plantas, de más de 200 variedades, de todos los tamaños, funciones y orígenes, afirma José Otavalo, trabajador de ‘Los Tulipanes’, uno de los viveros más antiguos de la zona.

El poblado también es conocido por tener restaurantes en los que vende comida tradicional, y es muy visitado por los capitalinos.

Allí se distinguen no solo por la variedad de plantas, árboles y arbustos que ofrecen por más de 40 años, sino por la asesoría que dan a todos sus clientes para que mantengan viva la especie que de ahí llevan.

Hay quienes dicen que tras entrar a estos sitios abrazan la sensación de estar en el paraíso, tierra prometida o en el mismo Edén.

Luis Antonio Cabezas da fe de eso. Cuando puede, si no es cada fin de semana, llega desde Quito para cargar su camioneta de plantas, desde ornamentales y frutales hasta medicinales.

Esta vez optó por los cipreses vela –árboles alargados y delgados similares a un pino–. Quiere arreglar el jardín que tiene en su casa de campo en Puembo y para él no hay mejores especies que las que ofrece el Jardín de Quito, dice.

Cuando uno camina por las calles puede ver las variedades de plantas que venden.Gustavo Guamán

De todito

“Las plantas son como hijos”. No solo porque necesitan comida, cuidados y tiempo, sino porque “también hay que hablarles y darles amor”. Así lo sostiene José Otavalo, quien hace cuatro años aprendió este oficio. Desde entonces se esmera por mantener a cada especie bella, radiante y distinguida. “Listas, bien cuidadas, presentadas, para quienes las admiran en cada visita”, replica.

Aquí hay de todo. Para todos los gustos y bolsillos. Desde 50 centavos, 50 dólares, hasta 250, que cuesta el árbol más viejo: un bonsái de 11 años, semienano, con flores rosadas y parte de la milenaria historia de China.

También está la ‘Lengua de suegra’, una planta que necesita sombra para conservar el colorido de sus alargadas hojas, que se asemejan a este órgano, y que, a más de ser útil para absorber la mala energía, es efectiva para limpiar los riñones e hígado, si se la toma en infusión.

Para los religiosos están la cuna de Moisés y costillas de Adán. La primera alberga en su centro una flor semejante a un bebé, mientras que la segunda le hace honor a su nombre.

Para los amantes de la literatura también hay. Los ojos de poeta son los elegidos. “Son seres que se mueven por horarios”. Cuando el reloj marca las 08:00 abren sus ‘ojos’, pero a las 17:00 se cierran en cuestión de segundos para ‘dormir’.

El tiempo pasa y dan las 18:00. María Juiñia y José Otavalo no se conocen. Quizás nunca lo hagan. Pero cada uno, desde su trinchera, son los responsables de perennizar la tradición y cultura que guardan, la una en su sangre y el otro en sus manos, de lo que un día fue un pueblo ancestral de Quito.

En Nayón existen alrededor de 10 mil habitantes, repartidos en 13 barrios.Gustavo Guamán