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Los mariachis que despiertan a la ciudad con su canto
Dos venezolanos recorren las calles de la capital entonando canciones rancheras. Cuentan a EXTRA sus anécdotas en la Carita de Dios.
Marcia Salas (79 años) se asoma a la puerta de su vivienda, en el barrio Bellavista Alta, en el norte de Quito. Toma su bastón y escucha sorprendida, en medio de lágrimas, la serenata improvisada que le ha llevado su hijo José Luis Barahona (40).
La canción ‘A la sombra de mi madre’, que interpretan Eugenio Peña y Carlos Sirino, cala hondo en su sentir, más si se la dedica su hijo, quien fue diagnosticado con síndrome de Down al nacer. “Él es lo más valioso que Dios me dio, es mi bastón ahora que tengo mis años. Escuchar esta música nos llena el corazón, nos da la vida, nos protege. Es una emoción grande el poder sentir que no se ha acabado la existencia”, expresa.
Por siete décadas, Marcia ha vivido en este modesto barrio, en el que también se levanta la moderna casa-museo del famoso pintor Oswaldo Guayasamín, que contrasta con otras construcciones pequeñas y coloridas junto a los negocios de comida, ferreterías, peluquerías y un pequeño mirador desde donde se vislumbra el Panecillo, un cerro que levanta a la Virgen alada que resguarda a Quito.
No es la primera vez que Eugenio y Carlos visitan este lugar. Con el mariachi Lo Reino han recorrido sus empinadas calles llevando la música ranchera a los hogares de sus moradores.
Ha terminado la serenata para Marcia. Eugenio se acerca para abrazarla, también a José Luis. “Eres un angelito”, le dice mientras estrecha su mano con fuerza.
Luego, ambos músicos siguen su camino por la calle Camilo Cáceres cargando en sus cabezas los pesados sombreros de charro, además de llevar una guitarra, los parlantes y dos micrófonos. “Esta es una serenata al amor, a la paz. Recibimos lo que salga de su corazoncito, apóyenos”, piden mientras se alistan a entonar la siguiente melodía.
De una tienda antigua de costura se asoman dos mujeres. Son comadres. Al escuchar la canción ‘Sin ti’ se enrojecen. Rina de Rodríguez se sienta en una silla a la entrada del almacén para escuchar la serenata, cierra los ojos y aprieta su pecho con sus manos para cantar y menear su cuerpo de lado a lado, al ritmo de la guitarra.
“Me encanta escuchar a estos mariachis. Yo vivo cantando, bailando, porque mi papá tocaba el bandoneón. La música alegra el alma, hace olvidar los disgustos, las penas y la preocupación de la gente por tanta inseguridad”, asegura Rina, quien cumplirá 90 años en julio. Las comadres aplauden efusivamente, entregan su aporte y una pequeña bolsa con chicles de ‘bolita’ de colores.
Mariachi
Del caribe a la música ranchera
Eugenio y Carlos nacieron en Venezuela, en Maracay y Valencia, respectivamente. Llegaron a Ecuador hace más de cinco años. Ahora forman parte del medio millón de sus compatriotas que viven en el país, según la Organización de Naciones Unidas.
Carlos trabajó durante 25 años en una empresa ensambladora de autos. Ganaba un sueldo fijo y tenía casa propia, que ahora es habitada por sus suegros. La crisis económica lo impulsó a migrar con su esposa y su hija Victoria, de 12 años, de quien espera se convierta en cantante y pianista. “Esa es mi aspiración”, explica Carlos mientras hace una pausa para mirar un video de la niña en TikTok.
Eugenio, en cambio, era integrante del grupo Excalibur, muy famoso en tierra venezolana. Con su destreza para la percusión, incluso compartió escenario con Óscar D’ León, uno de los mejores exponentes de la salsa.
La falta de oportunidades lo impulsó a probar suerte en Ecuador. Primero llegó a Chone, Manabí, y luego se instaló en Quito con su hija embarazada.
Estos dos hombres se conocieron en la calle y los unió su pasión por la música. Empezaron a cantar juntos y en 2020, durante la pandemia, nació el proyecto de crear un mariachi callejero. Así empezaron a ganarse la admiración de su público cantando rancheras y boleros. “La gente se emocionaba hasta llorar. Cuando nos veían, salían a los balcones, nos aplaudían. Hasta 150 dólares por día llegamos a ganar”, rememora Carlos.
Ahora, tras la crisis económica que dejó la emergencia sanitaria, las ganancias han disminuido, pero la suerte no los ha abandonado. En una ocasión, el embajador de Indonesia en Ecuador los escuchó cantar en la calle, les pidió una tarjeta para contactarlos y días después recibieron una llamada de su asistente. Desde entonces, presentan sus repertorios en eventos privados.
También recuerdan cuando una señora desde un balcón de su edificio, ubicado frente a la tribuna de la avenida Shyris, norte de la capital, les lanzó cinco billetes para agradecerles por la improvisada serenata. “Nosotros pensábamos que eran de un dólar, pero eran de 20”, relata Peña muy emocionado.
Un sitio de contrastes
El dúo llega al barrio Quiteño Libre y a Bellavista Baja, donde las calles son más amplias, las veredas tienen árboles con espacios verdes y se levantan grandes edificios y condominios cerrados, al cuidado de guardias de seguridad. No hay negocios, pues es un sitio residencial, donde la gente tiene mayor poder adquisitivo.
Desde los edificios salen presurosas las empleadas domésticas para pasear a los perros; otras sacan bolsas de basura o barren las veredas. Les sorprende ver a un par de mariachis en el barrio, pero no se dejan intimidar por la mirada coqueta de Eugenio, que les dedica una canción.
De repente se acerca una señora con sus dos hijas. “Cuénteme de qué se trata esto”, les pregunta Marisol. Se sorprende al ver que son solamente dos hombres los que despertaron al barrio con tremendos ‘vozarrones’. Tanto le gusta el ‘performance’ que los contrata, sin pensarlo dos veces, para que canten al día siguiente en el cumpleaños de su madre.
En el recorrido, Geovanna Orozco, de 39 años, también se deslumbra con el talento del dúo. Sale furtivamente del edificio y les pide entonar una canción de cumpleaños para su mejor amiga. Enciende su celular y, sin temor alguno, graba la melodía en vivo.
“El arte y la música traen alegría y ánimo, cambian la manera de pensar. Ver a mariachis caminando en la calle, ofreciendo música, te da un poco de esperanza y ves cómo la gente está saliendo adelante y busca la manera de ganar recursos de una manera digna”, reflexiona.
Son casi las 14:00 y la jornada de cinco horas ha llegado a su fin. Eugenio y Carlos se sientan por un momento, lanzan una broma y se reparten las ganancias. Guardan los instrumentos para ir a descansar. La noche será larga porque les espera una gran presentación para la embajada de Indonesia. Al menos cantarán 12 canciones y en esta ocasión debutarán con un repertorio de chachachá.
Ellos no le temen a nada, están listos para ofrecer a su público un momento de alegría, en medio de tantas malas noticias que hay.
Manicurista