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Madre e hija van a la lavandería porque donde viven no tienen acceso al agua.GUSTAVO GUAMAN

Lavanderías de Quito: el oficio que sobrevive al tiempo, la pobreza y la lluvia

Hombres y mujeres se benefician de las lavanderías municipales gratuitas. En el centro de Quito quedan tres.

El sonido del agua corriendo sobre las piedras de lavar marca el ritmo del día a día de Luz Simbaña. Ella, como algunas otras mujeres, mantiene un antiguo oficio: el lavado de ropa a mano en los establecimientos municipales. Sonriente, le cuenta a EXTRA que le quedan apenas tres o cuatro clientes. Nada es como antes. Al día, gana entre cuatro y seis dólares. Cada docena cuesta $2. “Con eso me sostengo, yo vivo sola”, dice Luz, de 79 años.

En las últimas semanas, debido al temporal, no ha salido a trabajar a diario. A su edad, el frío y la lluvia la ‘tumban’, pero, sobre todo, es imposible secar la ropa de sus clientes, ya que el servicio consiste en entregarla seca y doblada. “Yo he vivido de esto y he criado a mis hijos con este trabajo, desde que tenía 35 años”, relata.

La llegada de la tecnología, con las lavadoras automáticas, fue la estocada final para las lavanderas. La gente prefirió endeudarse en una lavadora que seguir pagando por el servicio. Más comodidad en casa.

Luz acude a la lavandería ubicada en la calle de los Milagros, en el centro de Quito. Su día comienza temprano. “Cuando no llueve, tengo que aprovechar el día para que se seque la ropa. Nos quedamos hasta que esté lista”, asevera. Las lavanderías municipales son gratuitas y abren de lunes a viernes, de 07:00 a 14:00. Hace unos meses, se implementó vigilancia privada y se colocaron candados.

Marco Iván Aceldo deja colgando su ropa hasta ir a trabajarGUSTAVO GUAMAN

“Se han metido a robar a las personas y también la ropa. Con el candado nos sentimos más seguras, y el guardia no deja entrar a todo el mundo”, agrega Luz, mientras restriega una cobija con un  cepillo. Ella tuvo cuatro hijos, pero cada uno tiene su propio hogar, así que debe velar por sí misma. “A esta edad tampoco me van a dar un trabajo. Debo seguir”, dice.

También ha intentado vender productos en la calle, pero al no tener permiso, “enseguida han venido los agentes metropolitanos a desalojarme. Tampoco tengo dinero para poner una tienda”, comenta.

La necesidad obliga

En el Centro Histórico hay tres lavanderías habilitadas: la de la calle de los Milagros, otra en La Ermita y una más en la intersección de las calles Manabí e Imbabura. Allí también hay personas que lavan, pero únicamente su propia ropa.

Rosa Quishpe, de 72 años, acude con su hija dos o tres veces por semana. Nunca ha usado una lavadora, primero porque su economía no le alcanza para cubrir un gasto así, y segundo porque en la casa donde vive no le permiten usar el agua potable libremente. “Los dueños de casa cobran por lo menos 10 dólares al mes, y si se quiere lavar ropa, son 10 más”.

En las lavanderías municipales, tanto el uso de las instalaciones como el agua son gratuitos, por lo que resultan la única alternativa para personas como Rosa y su hija Jenny, quienes no tienen casa propia ni acceso libre al agua. Lo único que deben hacer los usuarios es dejar limpio el espacio que utilizan.

Luz aún lava ropa ajena para sobrevivir. Cada docena de ropa cuesta 2 dólares.GUSTAVO GUAMAN

Esta dinámica, según Jenny, se repite desde hace décadas en las casas del centro de Quito. Se cobra el servicio de agua potable por persona, y puede llegar a los 5 dólares mensuales por cada una, sin contar el uso para lavar ropa. “También cierran las llaves de los medidores a cierta hora y no hay cómo hacer nada. Por eso mejor venimos acá”.

Hasta ‘levantar cabeza’

Sin embargo, no son solo mujeres quienes utilizan este servicio, también lo hacen algunos hombres. En general, se trata de extranjeros que viven en las calles o en cuartos donde solo se les permite dormir. Marco Iván Aceldo (63) lleva seis meses en Quito. Decidió dejar Santo Domingo de los Tsáchilas para probar suerte. “Allá ya no queda mucho. Entre la delincuencia y la falta de empleo, nos ahogamos”, admite.

En esa ciudad tenía un comedor, pero tuvo que cerrarlo porque cada vez tenía menos clientela y, en lugar de ganancias, acumulaba pérdidas. Al no tener familiares en la capital, pasa las noches en el albergue San Juan de Dios. “Ahí podemos comer y dormir, pero nos piden que salgamos a trabajar durante el día”.

Por ahora, Marco se ha dedicado al reciclaje, lo que le alcanza para pagar los 50 centavos del albergue y enviar algo de dinero a casa. “Mi esposa y mi hija se quedaron allá. No quisieron aventurarse conmigo. Fue mejor”.

Su ropa consiste apenas en media docena de prendas: un par de pantalones, dos camisetas, medias y un par de calzoncillos son todo lo que tiene. “Solo debo comprar mi jabón. Con el agua gratis ya me ahorro”, señala.

Espera poder arrendar un cuarto en los próximos meses, pero cerca de las lavanderías. Él es más confiado: deja sus prendas colgadas en los alambres y se va a trabajar hasta las 14:00. Luego vuelve por su ropa y se dirige al albergue. “Encuentro mi ropa como la dejo porque hay guardia”, dice agradecido.

Más historias en las lavanderías de Quito 

Fabiola Cacuango cepilla con fuerza una camiseta blanca pequeña, la de su nieto. “Desde niña yo he lavado a mano. Antes lo hacía en las acequias, ahora ya en piedra de lavar”, detalla. Su razón para hacer el viaje desde Santa Bárbara, en el sur de la ciudad, es que aunque en la casa donde vive sí hay agua, el espacio de lavandería no está limpio. “Vive mucha gente y no se puede lavar así”, lamenta.

Tampoco ha usado lavadoras, porque está segura de que no es lo mismo. “No dejan la ropa limpia. Eso solo se consigue remojando y fregando uno mismo”, sentencia. Sobre todo si se trata de prendas infantiles. “Hay que cuidarlas más. Yo prefiero hacerlo así”.

Fabiola Cacuango prefiere lavar la ropa de su nieto a mano.Gustavo Guamán

La dinámica es llenar los tanques con agua y detergente para remojar las prendas al menos una hora, luego refregar con cepillo y enjuagar. “Mientras haya lavanderías, seguiré viniendo. Este es un buen servicio”, finaliza.

100 años de historia 

Las lavanderías públicas se crearon en la administración de Isidro Ayora, aproximadamente en 1925, como respuesta a las necesidades de los barrios quiteños y al crecimiento poblacional.

Sin embargo, Fabiola Cacuango dice que, incluso cuando ya existían estos espacios, todavía se mantenía la costumbre de lavar la ropa en las acequias de la ciudad e incluso en las riberas del río Machángara, cuando aún no estaba contaminado.

“Yo iba con mi mamá. Ahí estaban siempre otras mujeres con la ropa de sus familias. Las mamás lavaban y los niños jugaban. Esas cosas ya no se ven”, rememora. En las lavanderías se podía entrar libremente. Sin embargo ahora, según los guardias, ya son necesarias algunas medidas de seguridad. “Hemos tenido problemas con algunos habitantes de calle. Por eso solo se deja pasar a una sola persona. No pueden entrar en grupo. Y ponemos candado”, especifica.

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