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Sara permite que las palomas se posen sobre sus manos, cabeza u hombros mientras las alimenta.Christian Vinueza

La increíble historia de Sara Martínez, la mujer que ‘habla’ con las palomas en Guayaquil

En una esquina de Guayaquil, Sara alimenta a más de 100 aves, todos los días. Es un hábito que inició junto a su esposo, quien falleció de COVID-19

En Los Ríos y Gómez Rendón, centro-sur de Guayaquil, reside la versión moderna de la Cenicienta, quien hablaba y alimentaba a los animales del bosque. Sara Martínez, de 79 años, es su reencarnación.

La dulzura que transmite en su mirada es, tal vez -junto a la comida, claro está- una de las cualidades que atrae a las más de 100 palomas que llegan todos los días hasta esa esquina para alimentarse e hidratarse.

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“Ellas vienen a diario a las 17:00 para que les dé comidita y agüita. No es algo que hago últimamente, sino incluso desde hace muchos años, cuando mi esposo estaba vivo”, comenta.

A su alegre forma de ver a sus palomitas la interrumpe el sentimiento de tristeza. Su esposo, Alfonso Guamán, falleció hace tres años, durante la pandemia, recuerda Sara. Y de pronto, mira al cielo antes de hablar: “Él estaba un poquito enfermo cuando le dio COVID-19”.

Por eso, el alimentar a las aves lo hace, en parte, para recordarlo todos los días. “En donde sea que andaba, cargaba comidita y las alimentaba. Cargaba alguito y si no, mi esposo compraba una librita de arroz o galletitas”.

En fundas transporta la comida que compra en el mercado.Christian Vinueza

Ahora, Sara gasta aproximadamente entre 5 y 6 dólares al día para tener la cantidad necesaria de comida que será destinada a las palomas. En el mercado compra $ 2,50 de granos, $ 1,25 de molido y otros $ 1,25 de trigo. “Esto lo mezclo con cocolón si es que tengo”, explica la mujer.

Pero el cuidado de Sara y su fallecido esposo Alfonso no se limitaba a dar de comer a estos animales, sino que hacían el trabajo completo: si alguna tenía el ala rota o necesitaba de algún cuidado médico la tomaban y la llevaban al veterinario.

“Si podíamos solucionarlo en casa, él hacía las veces de cirujano y yo de enfermera. Las ayudábamos cuando tenían alguna cinta en el piquito o algo parecido”. Su mirada, una vez más, cambia. Los ojos de Sara reflejan nostalgia, como si anhelara algo que no es capaz de decir.

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“Mi esposo era un hombre muy bueno. Fue joyero. Me casé con él cuando tenía 20 y él 21”, recuerda. Ella nació en Baba, un cantón de la provincia de Los Ríos; fue traída a sus 13 años para hacer de niñera en Guayaquil porque “decían que las señoritas del campo eran bien honradas”.

Sin embargo, no estuvo mucho tiempo trabajando porque “me uní” (con una pareja) a los 17 años. “Dejé botado a ese señor porque me salió malo. Me pegaba bien feo y ya tenía tres hijos”, dice. Sara recalca que su esposo, Alfonso quiso a los hijos de ella como si fuesen suyos. “Solo le faltó darles el apellido. Los puso en colegios católicos a todos”, señala.

Pero su historia no empezó tan bien, pues el hombre tuvo que insistirle para que ella le diera una cita. “Dicen que el que la sigue la consigue (risas). Yo le decía ‘no, no, no’, hasta que un día le dije que sí”, confiesa con un poco de humor.

Cuando la mujer se retrasa un poco y no baja a darles su comida, las aves revolotean fuera de su ventana, como llamándola.

Mientras cuenta los detalles de su vida junto a su cónyuge no deja de lanzarles comida a las aves. De una funda, con su mano, les tira la mezcla ‘especial’. Luego se agacha un poco y toma una poma de agua de un galón que ha llevado desde su vivienda, ubicada a unos pocos metros, y les ‘sirve’.

Las cuido porque son mis animalitos. Ellos sienten el cariño que les doy, aquí se les da besitos y les rasco el buche. Ellas me aman”, asegura muy convencida de que, además de hacer bien, está “alimentando al Espíritu Santo”.

Sin embargo, no a todos les agrada la presencia de Sara y sus ‘mejores amigas’. Ella cuenta que le gritan que se vaya porque son animales que transmiten enfermedades. “Incluso me han echado agua sucia de jabón, pero no les hago caso”.

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Lo curioso de las palomitas, dice, es que la van a buscar a su ventana cuando se demora en salir. “Son muy inteligentes. Vuelan en mi ventana y me dan vueltas y vueltas”.

Sara, en la esquina de Los Ríos y Gómez Rendón, es como si fuera una de ellas. Le vuelan muy cerca de su cara, se le paran en la cabeza, el hombro y hasta en la mano. Y, efectivamente, las besa y les da cariño. “Ellas son mis animalitos”, finaliza.

Ellas buscan las manos de Sara para que les dé comida.Christian Vinueza