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Los pacientes se reúnen al aire libre por las mañanas, para relajarse y compartir vivencias.Valentina Encalada / EXTRA

Coronavirus: ¡En sus 41 ‘bailó’ con la muerte!

En el Hospital de Neurociencias de la Junta de Beneficencia de Guayaquil murieron doce pacientes por COVID-19.

Fue el cumpleaños más amargo de su vida. Aquella mañana del lunes 6 de abril de 2020, Sandra Saltos, acompañante terapéutica del Instituto de Neurociencias de la Junta de Beneficencia de Guayaquil, llegaba a los 41 mientras libraba una lucha sin cuartel contra un enemigo invisible que, hasta ese día, había terminado con la vida de cientos de porteños: el coronavirus

La tragedia comenzó a las 10:00, cuando Geovanny, de 51 años, uno de los pacientes del área Santa Marianita, dejó de existir en la sala de aislamiento por complicaciones respiratorias. Padecía de un cuadro de epilepsia y el hospital fue su hogar durante más de tres décadas. 

Dos horas después, William, de 69 años, partió con los mismos síntomas. Lo conocían como el ‘Diablo’ y pasó un cuarto de siglo aislado en la institución, luego de que la esquizofrenia lo llevara a la cárcel por asesinato, convirtiéndolo en un sujeto extremadamente peligroso. 

A las 16:00 le llegó la hora a María, de 49, una cuencana cuya vida transcurrió en el campo con su familia adoptiva, que no pudo manejar el trastorno mental que la aquejaba y la internó en este sitio donde pasaría tres lustros hasta que el COVID-19 se la llevó. 

Ese día no hubo tiempo para celebraciones, pasteles ni bocaditos, sino para amortajar los cadáveres y enviarlos a la morgue del Hospital Luis Vernaza hasta poder sepultarlos en el cementerio general de la ciudad, cuyo costo asumió la Junta en su totalidad. 

Las actividades en el hospital se han restringido por la emergencia sanitaria.Valentina Encalada / EXTRA

Sandra no paró de llorar en toda la jornada y su corazón aún se encoge cuando recuerda la impotencia que sintió al ver que esas vidas se extinguían sin que hayan podido despedirse de sus seres queridos. 

La nostalgia se mezcla con la rabia de saber que incluso se comunicaron con la familia de María para informarles sobre su estado crítico, pero no hubo respuesta.

El acecho de la muerte provocó que los pacientes tomaran conciencia de su realidad y entendieran que debían tomar precauciones para protegerse de la pandemia, pese a sus diversos padecimientos.

El problema era que las personas con deterioro severo no podían comunicar los síntomas, por lo que los especialistas se dieron cuenta de que algo estaba mal cuando la comida comenzó a sobrar.

“Efectivamente tuvimos casos y algunos con fiebre y tos. Asumíamos que había síntomas de coronavirus porque algunos dejaron de comer. Entonces vimos que esto era parte de la enfermedad, pero no teníamos pruebas en ese momento”, recuerda Susana Ordóñez, jefa del área psicosocial.

El primero en infectarse fue Macario, de 74 años, quien presentó un cuadro febril alto el 23 de marzo. Le siguió Rosaura, de 94, y la mecha se encendió hasta contagiar a sesenta usuarios, doce de los cuales no lograron sobrevivir. 

Sin embargo, sus nombres aún se pronuncian entre los pasillos del hospital: Macario, Geovanny, María, Elsa, Rosaura, Lucrecia, Pedro, William, Saectero, Magdalena, Estrellita y Carlos. Sus apellidos se mantienen en reserva ante el riesgo de que los deudos se quejen legalmente contra el hospital, pese a que nunca vieron por ellos.

El caso que más los conmovió fue el de Florcita, de 74 años, quien contrajo la enfermedad a inicios de abril y se recuperó gracias a los cuidados del personal. 

Pese a ello, una semana después volvió a recaer, por lo que tuvo que recibir oxígeno.  Milagrosamente, a fines de ese mes por fin pudo salir de la crisis y ahora goza del cariño de sus compañeros de área.

Es que Sandra, la terapeuta, considera a cada uno de ellos como parte de los suyos y lo ha demostrado desde que el 23 de marzo decidió encargar a sus hijos de 16, 12, 7 y 5 años en el domicilio de sus padres, en Salitre (Guayas), para confinarse en esa casa de salud, donde trabaja desde hace dos décadas, y dedicarse por completo a los pacientes.

Al igual que ella, su compañero Jhonny Chalén, de 40 años, dejó la vivienda de sus abuelos para entregar su tiempo a esta labor, en la que lleva 18 años y que comienza diariamente a las 07:00 y termina a las 23:00. También cuestiona la actitud del entorno cercano de los internos al dejarlos a su suerte. 

Explica que de los 210 pacientes que se tratan en el sitio (71 en Santa Marianita, 71 en Díaz Granados y 68 en residencias asistidas), el 75 % han sido abandonados por sus allegados, mientras que el porcentaje restante paga un subsidio que, en muchas ocasiones, no es ni el mínimo requerido para su calidad de vida, ya que la manutención de cada uno tiene un costo mensual de 900 dólares.

Durante los tres primeros meses de la pandemia, la falta de recursos se sintió, ante la urgente necesidad de pruebas rápidas, equipos de bioseguridad, tanques de oxígeno, medicinas, enfermeras y auxiliares. 

Pero gracias a las donaciones de empresas e instituciones que les dotaron de pizzas, dulces, ropa, entre otros artículos, la carga se hizo menos pesada, pese a los 88 millones de dólares que adeuda el Estado a la Junta de Beneficencia por prestaciones de salud.

Mientras tanto, las operaciones se mantienen gracias a la autogestión de los pensionistas, que pagan 850 por una habitación triple, 1.000 por una doble y 1.200 por la individual, aunque los valores se determinan luego de la evaluación de una trabajadora social.

En Neurociencias reconocen la labor del único médico general que los socorre, el doctor Páez. Él se contagió con coronavirus, pero se mantuvo al frente de su consultorio haciendo teletrabajo, mientras su colega, la doctora Villalba, se mantenía en el campo de batalla. 

También lamentan los decesos de un psiquiatra y de un auxiliar de enfermería. Aunque la carga viral ha bajado su intensidad, todavía tienen a un paciente aislado, que se recupera satisfactoriamente. La crisis sanitaria les obligó a suspender las terapias de gimnasia y bailoterapia por cuestiones de distanciamiento social.

Por el momento, Sandra, Jhonny y sus compañeros están dispuestos a quedarse en las instalaciones hasta que la pandemia pueda ser controlada, así tengan que sacrificar cumpleaños, navidades y hasta el tiempo con su propia familia.

Sueña con volver a su zapatería

César tiene 43 años y una pena en el corazón. La separación de su esposa le afectó tanto que comenzó a escuchar voces en su cabeza que le ordenaban agredir a quien se le pusiera en frente. En Paján, Manabí, tiene un taller de zapatería y se dedica al comercio de productos, actividades que tuvo que dejar para ingresar a Neurociencias y tratar su enfermedad. Él lamenta el deceso de Geovanny, un ayudante de cocina del hospital, que se convirtió en su amigo durante su convalecencia. Anhela que la semana pase rápido porque su madre llegará a Guayaquil para llevarlo a casa, con sus dos hijos. El coronavirus le enseñó que debe ser cuidadoso con su salud por el bien de ellos.

La bailarina que dejó de fumar

La lucidez de Ana María, de 66 años, impresiona. Es la tercera de cinco hermanas y hasta los 25 fue profesora de ballet, una pasión que todavía no abandona. Sin embargo, un desorden en el sistema nervioso la alejó de la danza para siempre, o al menos hasta que escapó a Estados Unidos, donde los especialistas lograron equilibrar sus eufóricos estados de ánimo. En Míchigan ingresó al Flint School of Performing Arts y conoció a su profesor de baile, Tom Morrell, de quien se enamoró. Pero en un arranque de confusión, Ana María decidió regresar a Guayaquil un año después y colapsó. Su familia decidió ingresarla en el hospital, donde lleva 27 años. La pandemia la obligó a dejar de fumar y ahora apuesta por una vida más saludable.