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Día internacional del Estilista: ¡Cortan hasta las penas!
Fabricio Moreira es el confidente de un local del norte quiteño y un artesano del cabello. En los salones de belleza no solo arreglan el pelo, sino que también alivian el alma. Las infidelidades son los ‘tintes’ repetidos.
La memoria que tienen es impresionante. Por sus manos -y tijeras- han pasado cientos de personas y, sin embargo, sus cerebros parecen almacenar cuidadosamente cada una de las historias que sus clientes, sentados frente a espejos enormes y con el ruido molesto de las secadoras, les cuentan. Les dicen los artesanos del cabello. Pero más bien parecen pañuelos de lágrimas o, mejor aún, psicólogos de la decepción.
El 90 % de los ecuatorianos seguramente han pisado una peluquería alguna vez en su vida. Pero apuesto que muchos no sabían que hay una fecha que les pertenece a los artífices de la belleza. Es hoy: el Día Internacional del Estilista. Y Fabricio Moreira, un manaba bien manaba, es uno de ellos.
Con 12 años de experiencia, Fabri -como lo llaman- se ha ganado su puesto en una peluquería vip del norte quiteño. Tiene en un pequeño anaquel cepillos térmicos, tijeras por supuesto, pinzas, planchas, secadoras... y, al ladito, una foto de Marilyn Monroe pegada en la pared.
Si hay algo que destacar de él, además de su talento, es su memoria de elefante. Nunca pierde el hilo de la conversación, así pasen semanas o incluso meses después de que atiende a sus clientes. Para ponerlo a prueba escarbamos un poquito en sus recuerdos de la infancia. Creció en una familia conservadora, una barrera de concreto y hierro forjado para un niño al que le gustaba la peluquería, sobre todo en un recinto tan pequeño como Sesme, Manabí. “Pueblo chico, infierno grande”, dice riendo.
A los 23 años (actualmente tiene 35) empezó a estudiar belleza. Llegó a Quito y despuntó en su carrera. También afinó su oído.
Lo ‘candente’
Una vez, una mujer llegó al salón donde trabajaba y le dijo: “O me salva o me tiro de un puente”. No era broma. Su marido había muerto y, en una intentona por quitarse la depresión, fue a una ‘pelu’ para que le arreglaran el cabello, pero se lo quemaron. Estaba desesperada.
“Llegó a mis manos para que la salvara. Pasaron años de tratamiento, pero lo hice”, relata orgulloso. “Viene la gente y te cuenta sus historias. A veces les puedes ayudar”, asegura Fabri. Sabe que tiene ese don, el de aliviar el alma, porque dicen que quien escucha a un afligido se gana el cielo. Quizás no sea cierto. Pero lo practica.
Los lamentos y hasta el llanto son parte de su día. Hay personas que le narran cómo se enteraron de que las traicionaron. “Los principales son los problemas sentimentales: que le engañó con otra, que la dejó...”. Eso sí, él no suelta los nombres de nadie. Son un secreto, así como el éxito de su profesión, manifiesta.
Con Fabri también trabaja Adjam Al-Aawaj en la peluquería, cuyo propietario es Cristhian Játiva. Sus papás son árabes, él nació en Venezuela, ahora vive en Ecuador y le dicen Adumi -más fácil de pronunciar-. Es administrador, no estilista. Pero... a veces les echa una mano a sus compañeros. Aunque insiste: “Zapatero a su zapato”.
Asegura que ser peluquero requiere tiempo, dedicación y responsabilidad, sobre todo por aquellos clientes que llegan y dicen: “Necesito un cambio”.
Para Adumi, la ‘pelu’ es un lugar propicio para el “intercambio de información”. A los que llegan tristes, “les terminamos haciendo un favor en su parte psicológica”. Y se crean vínculos con los clientes.
No todos son chéveres. Por eso tienen su ‘lista negra’. Hay clientes intensos o jodidos, y saben lidiar con ellos. Pero no con los que tienen reparos con la identidad sexual o la nacionalidad. Siempre se ha asociado a las peluquerías con la homosexualidad, pese a que no todos los estilistas son gais.
“Es una etiqueta”, lamenta Adumi. Aún hay heterosexuales (principalmente hombres) que sienten recelo cuando entran a un salón de belleza. Se callan. Prefieren que una mujer les corte el cabello. Es por eso que estos lugares bien podrían ser los termómetros de la homofobia en el país.
Pero hay también clientas de entre 30 y 40 años que aflojan la lengua como si fuera la hebilla suelta de un panzón. Sin timidez. Adumi confirma que los casos más sonados son los de infidelidades. “Aquí es donde te das cuenta de que la gente necesita ayuda”.
¡Benditas peluquerías! Trasquilan los males, transforman lo desagradable y alivian los dolores.