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Coronavirus: ¡Temor y ausencia de esperanza!
Quienes levantaron los cadáveres en los días críticos de la pandemia sufrieron traumas que hasta el momento rondan sus mentes.
La pandemia por el coronavirus abatió a nuestra población. Entre finales de marzo y abril, los cadáveres yacían por doquier en Guayaquil. Los había en el norte, en el sur, en los suburbios. Permanecían en casas o en vías públicas hasta cinco días, mientras se descomponían.
Hubo dolor y, ante el aumento de muertes, los equipos de Criminalística tuvieron que multiplicarse y la Comisión de Tránsito del Ecuador (CTE) también colaboró. Detrás de los levantamientos, existen historias de personas que arriesgaron todo, incluso su vida, para ‘limpiar’ de cadáveres la ciudad.
“Sentí que me bañaba la muerte”
¿Cómo reaccionaría si recibe un ‘baño’ de fluidos corporales de fallecidos por COVID-19? Seguro quedaría aterrado, con taquicardia, porque la muerte tal vez esté cerca.
Sin duda, una experiencia difícil de asimilar, hasta para quienes tratan con muertos todos los días, como lo vivió Segundo Vera Méndez, sargento de la Comisión de Tránsito del Ecuador (CTE).
Él es conductor de un vehículo de Medicina Legal y por ese motivo fue escogido para integrar el grupo de los 60 uniformados, de esa institución, para la identificación y traslado de fallecidos por coronavirus.
El pasado 29 de marzo, en plena crisis sanitaria, el vinceño de 54 años vivió una experiencia que, asegura, no olvidará. Había llegado al hospital del Guasmo, en el sur porteño, porque debía trasladar cuerpos hasta un cementerio local y, mientras preparaba el carro, una de las camillas metálicas se le viró y el líquido fétido, de otros cadáveres, cayó sobre él.
La desesperación se apoderó del uniformado, más aún porque apenas usaba una mascarilla y un traje que no le ofrecía suficiente protección.
“Corrí como ‘loco’, me quité parte de la ropa, mi corazón latía rápido… Por momentos, quedé inconsciente. Temía por mi vida, pensaba en mi familia. Sentí que me bañaba la muerte”, rememora Vera, quien además es hipertenso.
En ese momento, de poco sirvieron sus 28 años de carrera en la CTE o la casi década lidiando con muertos. Luego de varias horas, sus compañeros lograron calmarlo y, como parte de un protocolo de bioseguridad y prevención, fue obligado a efectuar la cuarentena en su domicilio. Afortunadamente -menciona- los exámenes determinaron que no se contagió de COVID-19.
“Vi a mi hija al borde de la muerte”
Con tres décadas de trayectoria, el coronel René García Andrade, el ‘duro’ de la Oficina de Investigación de Accidentes de Tránsito (OIAT), ha perdido la cuenta de los operativos que ha dirigido para el rescate de víctimas en siniestros de gran magnitud.
Y a pesar de eso, a él no le quedan dudas de que la pandemia por el coronavirus sea la mayor tragedia que ha enfrentado. Es más, contrajo virus y estuvo a punto de ‘quebrarse’ cuando la vida de Ariana, su hija de 8 años, estuvo en peligro a causa de esta enfermedad.
“Sentí que la perdía cuando estuvo hospitalizada. Vi a mi hija al borde de la muerte. Gracias a Dios se recuperó”, expresa acongojado.
García, esmeraldeño de 55 años, toma fuerzas para recordar los momentos en que junto con “los sesenta valientes”, como denomina al grupo que lo acompañó, estuvo en la primera línea para la recolección de cuerpos. También narra que desde el primer momento de la misión quedó impactado por la gran cantidad de cadáveres. Aún percibe el olor de la muerte.
Comprendió que un enemigo invisible rondaba en el ambiente y que en los levantamientos, con solo voltear su mirada, podía ver la desesperación de la gente. “¿Desistir?, imposible. Tenía que poner el ejemplo, no era momento para cobardes”, manifiesta.
Los únicos 20 días que se ausentó fue por la cuarentena obligatoria, tras infectarse. Se aisló en su dormitorio y no tuvo contacto con su esposa, Karina Córdova, ni con sus cuatro hijos, aunque permanecía comunicado con su equipo de trabajo. “La comida me la pasaban por un pequeño espacio, mi esposa parecía astronauta, para evitar el contagio”, comenta García, para ‘romper el hielo’.
Entre la decena de reconocimientos que atesora en el despacho, hay uno que considera especial: una placa que le entregaron las autoridades por la labor desplegada junto a su equipo durante la tragedia.
Tranquilos por fuera, golpeados por dentro
Los catastróficos días que se vivieron durante el pico de la pandemia, en el Puerto Principal, dejaron secuelas. Una de las víctimas de este virus fue el capitán Nelson Solís. Él es jefe de Inspección Ocular Técnica, en Criminalística, y estuvo al mando de un equipo a cargo de la recolección de cadáveres. Lleva tres meses sin ver a su esposa y dos hijas.
Y no las visitará hasta tener una respuesta médica que le asegure el poder convivir tranquilamente con su familia.
“No podíamos generar intranquilidad a nuestros seres queridos. Lo que hacíamos era únicamente decirles que todo estaba bien y que si algo sucediera, había que tomar las cosas con serenidad”, sostiene.
El capitán Solís ha realizado estudios de pregrado y posgrado en Argentina, dentro de sus 20 años de carrera policial, pero ningún título lo ha preparado para luchar con una tragedia de esta magnitud.
“Nos enfrentamos a algo desconocido. La voluntad fue muy grande, porque se trató de un trabajo titánico que duró un poco más de un mes”, señala, en referencia a los días más críticos del estado de emergencia.
“Nos dimos cuenta de que tenemos una gran fortaleza espiritual, emocional y psicológica. Que Guayaquil se sienta tranquila. La Policía Nacional tiene profesionales que están preparados en diferentes ramas, especialidades, que sabemos cómo dar una respuesta”, asegura.
Sin embargo, fue al momento de contestar ciertas preguntas que terminaban resquebrajados, como las que debían dar a los familiares que, entre llantos, clamaban por información de lo que harían con sus seres queridos. Y responder no era sencillo.
El capitán Gabriel Ochoa, perito del Laboratorio de Criminalística, rememora que en momentos así se ‘blindaba’ de fuerzas, alejaba a los deudos de la escena de muerte y buscaba la forma de esclarecer sus preocupaciones.
“La gente lloraba, gritaba… La primera noche todo se me complicó. Y no era por el temor a un contagio, ni por el olor de mi cuerpo a muerto, sino por una situación psicológica. Llegaba a casa y pensaba mucho en cada caso. Era como un trauma, como si hubiera sido alguien de mi familia”, asegura el oficial.
Una noche -cuenta- vivió una dramática situación: “habían reportado que en la vía pública estaba el cadáver de un indigente, pero al llegar noté que eran dos cuerpos y que estaban cubiertos con una manta. Me acerqué a destaparlos y vi que era una pareja”.
Pero no fue todo. Él pensaba que la señora también estaba muerta, “pero de repente se movió, estaba viva. Y me dijo: quiero irme con mi esposo”. No obstante, el perito la tranquilizó y con la ayuda de paramédicos la llevó a un albergue, donde le realizaron una prueba para constatar si era portadora del coronavirus. El resultado fue negativo.
“Es sorprendente. Hubo familias con recursos que, a pesar de sus medidas de prevención, terminaron contagiadas, pero esta señora no. Ella estuvo siempre con su esposo y durmió junto a su cadáver. Eso me da lugar a creer que hubo tal vez un milagro de Dios, para que la señora se salve”, expresa.
Ochoa, de 36 años y con 18 de servicio en la Policía, afirma que esta ha sido su experiencia más dura, la que ha conseguido hacer que comprenda que trabaja en sitios donde se han acabado las ilusiones.
Por eso, concluye que “el médico tiene la esperanza de poder salvar a una persona. En cambio, nosotros, no tenemos esperanza. Luchamos en un escenario que termina en resignación”.