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El cautiverio del sargento Chalá: el primer prisionero de la guerra peruana-ecuatoriana
A propósito del 25 aniversario del acuerdo de paz tras la Guerra del Cenepa, EXTRA recupera la historia dle sargento Julio Cesar Chalá
Julio César Chalá Arce clavaba con dificultad sus botas en el fango tras cruzar el río Cenepa. Caminaba ayudado por dos militares porque sus ojos estaban vendados. Una esquirla había dañado su visión izquierda. El sargento segundo del Ejército ecuatoriano era el primer prisionero de guerra del conflicto limítrofe con Perú en 1995.
Horas antes, en el sitio conocido como La Y –ahora en poder sureño–, el grito eufórico "Ecuador en el punto" resonó en la jungla y desató la ira de los fusiles. Ráfagas de proyectiles susurraban la piel y granadas estallaban con hambre de volar extremidades.
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–Sargento Chalá, ¿qué mensaje quisiera dirigirle usted a su familia?, preguntó un periodista peruano la mañana del 15 de febrero desde el destacamento Soldado Pástor, hasta donde fue llevado.
–Que tengan esperanza en Dios, que pronto regresaré a casa.
Veintidós años después, Julio César se quita los lentes para secar una lágrima larga y escuálida que desciende desde su ojo afectado, del que solo conserva la córnea. Le lastima recordar los 38 días que permaneció encadenado a la cama de un hospital militar, en Lima, hasta que fue liberado como parte de la Convención de Ginebra luego de finalizar las cinco semanas que duró la guerra del Cenepa.
En su oficina, ubicada en el primer piso de un modesto edificio de la calle Tulcán y avenida Quito, en Santo Domingo de los Tsáchilas, el exmilitar y abogado de los tribunales desde 2009, se reclina sonriente en su silla para indicar que desde ese amargo episodio aprendió a valorar la vida.
"Si estoy aquí es porque no he hecho nada malo, por eso el ‘flaquito’ (Dios) me ha dado la oportunidad de que siga molestando en la Tierra", añade mientras suena en su estudio la ranchera ‘Esos celos’, de Vicente Fernández.
Recuerda como si fuera hoy el día que su vida cambió. El 22 de diciembre de 1994, Julio César disfrutaba con su familia de la entrega de juguetes para hijos de militares en un centro de recreación de la tierra colorada cuando, a las 15:00 le notificaron que los problemas con los peruanos, en el río Cenepa, habían empeorado.
La fiesta se arruinó. Dejó a su esposa y a su hijo de tres años en casa y, junto con otros compañeros, se presentó a las 18:30 en el Grupo de Fuerzas Especiales Nº 25 de esa provincia.
Tras conocer la magnitud de la tempestad bélica que se avecinaba, el sargento tensó su corazón y camufló los nervios.
"La situación de muchos militares era diferente. Unos estábamos contentos porque íbamos a poner en práctica lo aprendido, pero otros no querían ir, estaban preocupados. No era cosa broma", explica.
El Grupo de Fuerzas Especiales, la reserva estratégica de las Fuerzas Armadas, partió al día siguiente, llevando un armamento especial hacia Machala. Los ojos del sargento inmortalizaron las emotivas escenas de familiares encogidos en lágrimas, despidiendo a los militares.
En la capital de El Oro, escuchaban por radios de comunicación interna el número de bajas de cada bando, como si se tratara de un partido de fútbol: "Diez para Perú, tres para Ecuador".
Pasó Navidad y Año Nuevo entre estrés y ansiedad, alejado del cariño familiar. "Estábamos en tensión porque no sabíamos si era o no verdad la guerra, como todo ser humano tiene miedo a lo desconocido".
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En los últimos días de enero llegó la orden de trasladarse hasta Patuca, en Morona Santiago. Julio César y sus compañeros debían relevar al Grupo de Fuerzas Especiales Nº 26.
Luego de dos días en aquel lugar, donde entregaron el armamento, el sargento, quien integraba una patrulla con otros soldados, se movilizaron en helicóptero hasta el puesto Banderas. Allí la situación cambió, el grupo se internó en la selva para descansar y, en medio del pantanoso terreno, templaba sus hamacas para recostarse solo 5 minutos. "No dormíamos, era imposible".
Entre tormentas, barro y terrenos minados, el grupo de Chalá avanzó por otras bases. Durante cuatro días se alimentó con medio paquete de galletas, media lata de atún, raíces de árboles y agua.
- LA CAÍDA
El 13 de febrero, la patrulla a la que pertenecía Chalá y que llevaba raciones para abastecer a soldados que estaban en zonas más alejadas, se partió en dos grupos con el fin de llegar al punto con las provisiones y volver el mismo día a Base Sur.
La lluvia frenó sus planes de regresar al destacamento y tuvo que pasar la noche en La Y. Al día siguiente, debido a que un superior "se puso nervioso o le dio mamitis", le tocó a Chalá y al soldado Vélez, dar seguridad en la vanguardia a la patrulla.
Eran aproximadamente las 11:30 cuando arribaron a una quebrada. Descendieron 300 metros y luego subieron para continuar el camino cuando un soldado divisó al enemigo y bramó: "¡Ecuador en el punto!". La emboscada había empezado. Nueve ecuatorianos contra una patrulla de más de 100 sureños. Balas y sangre en nombre del honor.
Una granada lanzada por peruanos estalló cerca de Julio César y lo elevó unos cinco metros. "Sentí que algo se desprendía de mi cuerpo. Sentí mucha paz", evoca. Pocos segundos después, un contrario se acercó y lo agarró. "El mono está vivo", dijo.
A partir de ese momento, inició para Chalá un tortuoso trayecto hacia Soldado Pástor, donde fue golpeado para que vomitara información sobre las bases ecuatorianas. Le quebraron los dedos, le introdujeron agujas en las uñas y soportó descargas eléctricas.
- SUS ‘ÁNGELES’ PERUANOS
Julio César le debe la vida a la capacidad que tuvo para engañar al enemigo. Les dijo que era soldado reservista y, para suerte suya, el uniforme que vestía era diferente al del Ejército. No había nada que lo identificara como miembro de las Fuerzas Especiales.
Pero en medio de los porrazos, dos militares peruanos se convirtieron en los ‘ángeles’ de Chalá. "Pedían que no me golpearan más, pero enemigo es enemigo. Fueron las siete horas más largas de mi vida", cuenta arrugando el rostro por el dolor emocional, ese que no se ve, pero que a veces lo doblega en soledad.
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Tres días después de haber sido tomado como prisionero, fue enviado al hospital limeño. Allí también fue torturado psicológicamente. Los soldados peruanos le decían que su comida tenía veneno, pero el hambre era más fuerte que el temor a morir, así que devoraba cada alimento como si fuera su último día de vida.
Las cejas de Julio César empezaron a poblarse de canas y su abdomen creció, así como sus ganas por defender desde los tribunales a los desamparados. Por eso, al caminar a diario por el parque Zaracay, saluda a la gente que conoce su pasado y su presente.
Ha sido operado más de 20 veces en el ojo izquierdo, y su organismo continúa expulsando esquirlas de metal por el estallido de la granada. Son sus ingratos recuerdos.
Recibió tratamiento psicológico durante la postguerra, pero considera que no lo necesita. En su casa guarda el uniforme que vistió en el conflicto, también boinas, una brújula, una cantimplora y algunas cartas. Sin embargo, es reacio a vivir del pasado. "El ser humano no debe ser una carga para su familia. Alguna vez fui militar, ahora soy un ciudadano común y corriente".
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Desde 2005 mantiene contacto con exsoldados peruanos, entre ellos uno de sus ‘ángeles’ , ya que una delegación sureña visitó años atrás Santo Domingo, donde pasó tres días.
Ha sido invitado a Perú por sus exenemigos, pero no se decide a volver a pisar ese país. Su pesar y bronca está lejos de la línea de guerra, está en la mesa de negociaciones de Brasil, donde se firmó la Declaración de Paz de Itamaraty.
Julio César asegura no sentir odio ni venganza contra los peruanos por lo que pasó. "Todas las guerras en el mundo son asunto de una o dos personas que no han podido satisfacer las necesidades de sus pueblos. Vea a Alberto Fujimori dónde paga su crueldad", suelta con sosiego.
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