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No le temen a los desalojos, igual vuelven con sus cosas y se instalan para seguir ‘vacilando’.Amelia Andrade

Entre arroz con gafas, heroína y olvido habitan personas en el norte de Guayaquil

Diez personas residen debajo de un paso a desnivel de la vía a Daule. Ellos, drogodependientes, buscaron ese lugar como refugio para seguir en la ‘vacilada’, pese a que algunos sí tienen hogar.

Es una comunidad tan, pero tan pequeña, que comparten el mismo techo gris, hecho de hormigón, con vigas de acero y pilotes. Comparten una sala al aire libre y el área del dormitorio que también funciona como comedor. Comparten sus vicios y sus desgracias. 

Diez personas, algunos con ropas raídas y mugrosas, integran esta ‘aldea’ que vive a un ritmo diferente al de quienes habitan y transitan por el kilómetro 12,5 de la vía a Daule, norte de Guayaquil. Se mueven al son de la cantidad de droga que consuman. Se arropan con trozos de telas, se protegen con plásticos, se acuestan sobre cartones. Todo esto en las bases de un paso a desnivel. “No nos queda más”, dice uno de ellos. Los desalojan, pero se reagrupan y vuelven

Carlos y José, de 34 y 30 años, en ese orden, aseguran -contrario a lo que muchos puedan pensar- que se sienten en familia. Todos trabajan, cocinan, se asean, lo mismo que hacen en cualquier hogar. “Ahí (a mitad de la acera que divide las dos vías del puente) está la olla. Prendemos candela en un fogoncito que tenemos y lista la ‘jama’”, indica Carlos, quien estudió cuatro semestres de Química Farmacéutica en la Universidad de Guayaquil hace 13 años. Aquel día el menú fue huevo frito para todos.

Pero así como llenan el estómago con lo que tengan, también se la buscan para consumir. José, mediana estatura, piel tostada, camiseta sin mangas, jean, zapatos deportivos y gorra, golpeaba una nevera para venderla como chatarra. Mientras Carlos desmantelaba el motor de la refri para obtener los tubos cobre. La idea: unir las ganancias para comprar ‘material’ y ‘vacilar’.  

Familia, perdón y reconciliación

Carlos no recuerda cómo se enredó con la heroína, pero lo que sí tiene claro es que debe conseguir 5 dólares, a punta de reciclaje, para comprar un paquete.

“Empecé a consumir antes de los 18 años y eso me llevó a estar en la cárcel”, cuenta.

Culpa del cambio en su vida a su estadía en un centro de rehabilitación para consumidores. No ofrece más detalles.

También fue ‘inquilino’ de la Penitenciaría del Litoral durante cuatro años (2007 al 2012) por tentativa de asesinato y robo. “Lo acepto y sé que hice mal, pero también sé que no volvería a cometer un delito porque tal vez si regreso no salgo de ahí”, reflexiona Carlos al referirse a las masacres en dicho centro de reclusión ocurridas desde 2021. 

Pese a que tiene familia, cuatro hijos de 14, 11 (fallecido), 9 y 3 años, que viven con su exsuegra, quien ni en broma le permite verlos, sabe bien que ellos tienen su vida y ya no lo esperan.  

Sin embargo, Carlos se suele sentar a meditar porque se siente solo y allí se arrepiente de su “irresponsabilidad”.

En medio de los trapos sucios, los sobres vacíos de droga, plásticos, papeles y otros desperdicios, Carlos se ha planteado cambiar, pero espera que sea Dios que le inyecte la fuerza de voluntad. “Sé que Él -señala al cielo- me va a dar la oportunidad y que para recuperarme tendré que buscar del ‘de arriba’”. 

Y su fe en Él nace de un primer acercamiento hace algún tiempo. “Soy apartado de los caminos. Asistía a una iglesia que queda entrando por PECA (centro comercial), a unas cinco o seis cuadras. Allí me congregué por dos años mientras me recuperaba de mi enfermedad (adicción al alcohol y drogas)”.

José es oriundo del cantón Milagro y toda su familia está allá. Ellos conocen donde pasa los días. Pasando dos semanas deja el viaducto por unas horas para hacerle una visita ‘al vuelo’ a sus padres. “Luego de un rato les digo que ya regreso, que voy a comprar. Ellos ya saben que me vengo a Guayaquil. No me dicen nada, es como que ellos ya se resignaron”. La droga lo llama. 

Embobados por el consumo, ellos -al igual que los otros compañeros de ‘vacilada’, regresan de su momento más profundo de meditación, ese que suele acercarlos al arrepentimiento, pero que se evapora más rápido que el efecto de la heroína, de la base de cocaína o de cualquier droga, y se enganchan nuevamente con su ‘rutina’: escarbar en la basura, abrir electrodomésticos, recolectar objetos, caminar, vender, comprar, fumar, ‘jalar’, comer, ‘dormir’ y revivir otra vez, aunque con un poco menos de vida que ayer.

En el lugar residen diez personas, entre ellos nueve hombres y una mujer. Las ‘habitaciones’ están divididas por sábanas y plástico.AMELIA ANDRADE

¿Y después de la desintoxicación?

“Las personas en situación de calle son las que deberían tener prioridad para atención”, menciona la doctora Julieta Sagñay, psiquiatra experta en adicciones.

“Ellos son hijos de padres que se cansaron de gastar en una clínica. Por cada una de esas personas hay una madre que en algún momento llevó a su hijo a un centro de rehabilitación o una esposa que hizo hasta lo imposible para que se recupere, pero no lo lograron”, comenta. 

Sagñay es parte del programa municipal ‘Por un futuro sin drogas’ que brinda atención primaria (desintoxicación) en el hospital Bicentenario, y en una unidad móvil. Sin embargo, luego de limpiar el organismo de sustancias, no hay más opciones para estas personas. 

“Me escribió una chica. Ella estaba debajo de un puente y me dijo que se quería matar. La rescatamos, pero... ¿Qué sigue luego de que se recupere? No hay a dónde ella pueda ir”. 

El Ministerio de Salud cuenta con sitios de atención básica, intensiva y residencial para drogodependientes, los Centros Especializados en el Tratamiento de Alcohol y otras Drogas (Cetad) que, en la zona 8 (Guayaquil, Durán y Samborondón), son dos: uno en el cerro del Carmen y otro en la avenida del Bombero, norte de la urbe porteña.

Sin embargo, Carlos y José desconocen que existen estas alternativas…